/ domingo 28 de julio de 2024

Aquí Querétaro | De dos a cuatro


De dos a cuatro se cierran las cortinas, se pone pasador a la puerta, se es fiel a la tradición de siempre y se come. De dos a cuatro.

Se abre a las diez, cuando ya el sol calienta, y, si se puede, a las once, que tampoco hay prisa y los clientes suelen llegar más tarde. Se cierra a las puntuales ocho, porque a partir de esa hora las familias se recogen a merendar pan dulce y leche, además de que poco más tarde sueltan al león.

De diez a dos y de cuatro a ocho era el horario que, indefectiblemente, las tiendas del Querétaro de mi niñez respetaban al pie de la letra, obedeciendo a una ley nunca escrita pero sustentada en la tradición.

Las tiendas del centro, las de Madero y las de Juárez, las de 16 de Septiembre y las de Allende, cerraban todos los días para comer, como buena población pequeña que era. Recuerdo apenas cómo mi madre se molestaba porque una de aquellas tiendas (¿“La Infantil”, acaso?) abría “hasta las once”, cuando ella tantas cosas tenía que hacer por el día, y recuerdo más vívidamente cuando, años más tarde, se hacía uso de los únicos lugares que permanecían abiertos por la noche: el famoso “Génova”, restaurante de siempre, y, desde luego, la central camionera, donde se podían comprar cigarros de madrugada, como si en una metrópoli viviéramos.

Y de dos a cuatro, efectivamente, la ciudad se detenía, los transeúntes desaparecían y la vida cotidiana entraba en pausa forzada. De dos a cuatro eran las horas para comer, siempre en familia, pues no existían restaurantes y fondas por doquier como hoy. De dos a cuatro todo mundo sabía de sobra que no había más que comer o dormir.

Esa pausa, hoy impensable, podría molestar a los fuereños, pero también significaba una buena oportunidad para la recarga de energía, justo a la mitad de una jornada laboral. Los empleados duplicaban sus anhelos de descanso, pues ya no había que esperar una sola hora en las manecillas del reloj (la de la salida), sino dos, considerando la pausa.

La Ciudad de México, La Infantil, La Pluma de Oro, Franco Muñoz, La Luz del Día, Jacarandas, las telas de Miguel el árabe… Todo cerraba de dos a cuatro, la ciudad se paralizaba y se envolvía en un silencio que solo se rompía tras las campanadas de las iglesias y el reloj en la portada de San Francisco que anunciaban las, esperada por algunos clientes y aplazada en el ánimo de los empleados, cuatro de la tarde.

De dos a cuatro pues se “echaban las cortinas” y nada parecía tener prisa ni apremio, como si pudiera detenerse un tiempo que, hoy en día, marcha frenético, incluso de dos a cuatro.



De dos a cuatro se cierran las cortinas, se pone pasador a la puerta, se es fiel a la tradición de siempre y se come. De dos a cuatro.

Se abre a las diez, cuando ya el sol calienta, y, si se puede, a las once, que tampoco hay prisa y los clientes suelen llegar más tarde. Se cierra a las puntuales ocho, porque a partir de esa hora las familias se recogen a merendar pan dulce y leche, además de que poco más tarde sueltan al león.

De diez a dos y de cuatro a ocho era el horario que, indefectiblemente, las tiendas del Querétaro de mi niñez respetaban al pie de la letra, obedeciendo a una ley nunca escrita pero sustentada en la tradición.

Las tiendas del centro, las de Madero y las de Juárez, las de 16 de Septiembre y las de Allende, cerraban todos los días para comer, como buena población pequeña que era. Recuerdo apenas cómo mi madre se molestaba porque una de aquellas tiendas (¿“La Infantil”, acaso?) abría “hasta las once”, cuando ella tantas cosas tenía que hacer por el día, y recuerdo más vívidamente cuando, años más tarde, se hacía uso de los únicos lugares que permanecían abiertos por la noche: el famoso “Génova”, restaurante de siempre, y, desde luego, la central camionera, donde se podían comprar cigarros de madrugada, como si en una metrópoli viviéramos.

Y de dos a cuatro, efectivamente, la ciudad se detenía, los transeúntes desaparecían y la vida cotidiana entraba en pausa forzada. De dos a cuatro eran las horas para comer, siempre en familia, pues no existían restaurantes y fondas por doquier como hoy. De dos a cuatro todo mundo sabía de sobra que no había más que comer o dormir.

Esa pausa, hoy impensable, podría molestar a los fuereños, pero también significaba una buena oportunidad para la recarga de energía, justo a la mitad de una jornada laboral. Los empleados duplicaban sus anhelos de descanso, pues ya no había que esperar una sola hora en las manecillas del reloj (la de la salida), sino dos, considerando la pausa.

La Ciudad de México, La Infantil, La Pluma de Oro, Franco Muñoz, La Luz del Día, Jacarandas, las telas de Miguel el árabe… Todo cerraba de dos a cuatro, la ciudad se paralizaba y se envolvía en un silencio que solo se rompía tras las campanadas de las iglesias y el reloj en la portada de San Francisco que anunciaban las, esperada por algunos clientes y aplazada en el ánimo de los empleados, cuatro de la tarde.

De dos a cuatro pues se “echaban las cortinas” y nada parecía tener prisa ni apremio, como si pudiera detenerse un tiempo que, hoy en día, marcha frenético, incluso de dos a cuatro.