De las variadas anécdotas que me tocó vivir en el desaparecido aeropuerto queretano “Fernando Espinoza”, rescato aquí un par de ellas, vividas ambas cuando me desempeñaba como empleado público y fui comisionado, como otros tantos compañeros, a atender a alguno de los visitantes distinguidos, especialmente gobernadores, que asistían a la tradicional ceremonia del aniversario de la promulgación de la Constitución de 1917. La consigna era darles la bienvenida en cuanto pisaran tierra queretana, trasladarlos hasta el histórico Teatro de la República y ponernos a su disposición para cualquier cosa que necesitaran durante su estancia.
Mi primera experiencia fue la de atender al entonces gobernador de Tlaxcala, Antonio Álvarez Lima, maduro político priista (luego trocaría sus colores partidistas por el guinda), y no se me ocurrió mejor idea que presentarme en el aeropuerto solo y al volante de una vehículo que tenía asignado mi dependencia: un viejo Subame blanco que ya delataba en su pintura las huellas de su anterior oficio de taxi. El gobernador, quien también tenía una larga trayectoria como director de medios nacionales de comunicación, no hizo gesto alguno ante la osadía de su anfitrión, subió al traqueteado vehículo y hasta conversó, con su seriedad característica, durante el trayecto al recinto de la ceremonia; eso sí, dejó en claro que no requería más de mis servicios de guía turístico.
En otra ocasión, el receptor de mis atenciones debió ser el gobernador mexiquense Arturo Montiel Rojas. Para entonces yo ya había aprendido la lección y me apersoné en el aeropuerto en una Suburban negra (vieja pero funcional) con chofer. En cuanto le ofrecí mis atenciones al destacado integrante del llamado “Grupo Atlacomulco”, él sacó de la manga una solución distinta y me invitó a acompañarlo en su Suburban negra (ésta último modelo) que ya lo esperaba con chofer y colaboradores incluidos.
Me arrepentí muy pronto de haber subido, justo en cuanto el chofer aquel apretó el acelerador en la puerta misma del aeropuerto y emprendió el camino, a velocidad inimaginable para mí, cuesta abajo. Nunca en mi vida había (ni he aún) viajado en un automotor a una celeridad tan desmesurada. Me puse blanco y la garganta se me engrosó sobradamente mientras mis acompañantes reían con las ocurrencias de su jefe y yo esperaba la inminente llegada a la curva aquella desde la que se miraba la ciudad e imaginaba que sería tan solo un número más de los tristemente fallecidos en el accidente del gobernador del Estado de México.
Llegamos en tiempo récord al Teatro de la República por unas calles queretanas que parecía dominar de sobra el chofer de la Suburban, y yo, aún no del todo repuesto del mayúsculo susto, me admiré de la forma en la que el político mexiquense, mentor de quien, años más tarde, llegaría a ser presidente del país, desalojaba las menudencias que, hasta entonces, guardaba al interior de su amplia nariz. Un pañuelo blanco le sirvió de instrumento para limpiarla con tal furia y tan estentóreo sonido, que el episodio se quedó grabado en mi mente al unísono del velocísimo descenso del cerro donde se ubicaba el “Fernando Espinoza”. Por fortuna, tampoco hubo necesidad de mis servicios posteriores. No sé si lo hubiesen soportado mis nervios.