Como la ciudad misma, los panteones queretanos se han desarrollado, y de aquel único cementerio de mi infancia, hoy, simplemente de administración municipal, podemos contar ocho. Al del Cimatario acompañan los de Hércules, San Pedro Mártir, Santa Bárbara, Mompaní, Buenavista, Pinto y El Jofre, además, claro está, de los variados espacios privados que brindan este tipo de servicios de inhumación.
El primer cementerio del que hablan las crónicas de antaño fue el Camposanto de Santiago, frente al antiguo molino de San Antonio, que estuvo en funcionamiento hasta los angustiantes tiempos del Sitio de Querétaro, en 1867. Luego, el espacio se convirtió en ladrillera y con el paso de los años, en zona urbana totalmente construida.
La propagación de la peste, en pleno siglo XVII, y las muchas muertes que ésta provocó en nuestra ciudad, propició la instalación del panteón del Espíritu Santo, conocido en su tiempo como el panteón número dos.
Luego vendría el de San Sebastián, en 1718, y el de Santa Ana, que recibió su primera inhumación el siete de julio de 1826 y finalmente cerró sus puertas apenas concluido el Sitio de la ciudad y caído el Segundo Imperio, para convertirse en espacio de tierras de cultivo.
Ya en pleno siglo XIX, existió por un par de décadas el cementerio de San Isidro, y también se estableció, a instancias de Fray Mariano Aguilera, un camposanto para los frailes franciscanos del convento de la Santa Cruz de los Milagros, que al paso de no muchos años acabó convirtiéndose en el primer cementerio civil que tuvo nuestra ciudad. Fue en 1863 cuando se le nombró Panteón Municipal número uno, y un siglo después lo conoceríamos como el Panteón de los Queretanos Ilustres.
Para los nacidos en estas tierras en mi generación, el cementerio siempre fue el instalado a orillas de la ciudad y hacia el cerro del Cimatario, justo ahí donde empezó a fraccionarse una de las primeras colonias de la ciudad, bautizada con el mismo nombre del ex volcán. Ahí, en ese espacio siempre doliente, vimos sepultar a muchos seres queridos, antes de que prácticas como la incineración sentaran sus reales y se diversificaran los lugares para guarecer a los que pierden la vida.
De cualquier forma, en los sitios más tradicionales o en los más novedosos, la práctica de colocar flores, de visitar a los difuntos y hasta de cantarles, es una de las costumbres más arraigadas, pese a que, a decir de don Valentín Frías, el cronista por excelencia del Querétaro de antaño, todo esto empezara a desarrollarse apenas en 1870.
Es la celebración del Día de Muertos una de las tradiciones más asombrosas, coloridas y multitudinarias de nuestro país y de nuestra ciudad, a pesar del tiempo, la modernidad, la practicidad y la distracción humana. A partir de todo.