El del guardia de seguridad que abre la puerta e indica a dónde dirigirse será el único rostro más o menos amable, el exclusivo tono de voz que benévolamente indicará que hay que esperar a un lado del mostrador que pregona “informes”. Las bancas metálicas que ahí se ubican están saturadas de personas de evidentes nacionalidades distintas: el rubio, la centroamericana, el afrodescendiente. Todos esperan, pacientes, a que baje de las alturas del edifico el funcionario responsable de dar esos “informes” que quitan el sueño a la mitad de los presentes.
Al cabo de un buen rato, aparece detrás del mostrador el funcionario del Instituto Nacional de Migración que atenderá sus dudas. Aunque en la democrática calle se confundiría con cualquiera, incluso con un migrante, aquí, en el lugar del minúsculo poder, muestra un rostro serio, aburrido, la actitud displicente y un chaleco con el distintito del INM, que parecen convertirlo en un ser superior.
Sus respuestas ante las interrogantes de quienes van pasando frente a él no son estrictamente groseras, incluso parecerían correctas sin el tono y la actitud; son dardos cortantes de desprecio desde donde se asoma el poder de quien sabe que tiene el sartén por el mango y el salario seguro en la quincena.
Una rubia venezolana quería saber cómo su padre podía contar con un permiso para visitarla y cometió el error, acaso premeditado, de decir que era una visita temporal. Nunca pudo obtener la respuesta de qué necesitaría si esa visita se prolongaba por medio año: El funcionario se aferró al primer comentario del carácter temporal de la visita paterna y hasta le endilgó, en algún momento: “yo no le voy a decir cómo puede saltarse la ley”. El espeso bigote de Maduro pareció ennegrecerse cuando la mujer se marchó con las mismas dudas con las que había llegado.
Le tocó el turno a un joven de ropas claras y tenis blanquísimos. Su desesperación llegó al punto de que, con la voz entrecortada, le espetó al funcionario que sólo quería que lo orientara, tan sólo eso, y que no merecía el trato que estaba recibiendo. Igualmente se marchó como había llegado.
Un ciudadano norteamericano inocentemente pretendía informarse de si a su salida del país para visitar a sus padres en los Estados Unidos le restringirían el permiso de estancia en México del que gozaba. Ante la pregunta de sí lo dejarían entrar de regreso, el funcionario se encogió de hombros y con el rostro de ajedrecista guardó silencio. Le explicó entonces el ciudadano del Tío Sam que le preocupaba dejar su coche aquí, pues viajaría en avión, a lo que el portador del chaleco con el logo del INM le respondió que él no sabía de coches, que esa no era su responsabilidad.
Pasó al frente entonces un hondureño, dejando sobre la banca su raída maleta negra. Quería saber si podía obtener un permiso para “ir pa´tras” en autobús; decía, con otras palabras, que ya no quería emprender “el sueño americano”, sino regresar al sur, a sus orígenes, y terminar con la pesadilla de un viaje plagado de sinsabores. El permiso se lo exigía “el del camión” de regreso. No obtuvo mas que un no rotundo y lacónico del funcionario impasible. El hondureño insistió sobre la exigencia del trasportista y obtuvo por respuesta un “no sé que tenga que decirle” duro, yo diría que, hasta cruel, y el migrante salió a buscar de nuevo la vía del ferrocarril, supongo, y algún tren que viajara en dirección contraria.
Afuera, el guardia franqueaban la puerta, uno a uno, a quienes se abrirían paso, entre incógnitas y miedo, a un mudo quizá, sólo quizá, menos insensible del que dejaban a la espalda.