Agatha Christie, la escritora británica especializada en el género policial y de misterio, seguramente hubiera encontrado motivos suficientes en la historia del viejito como para estructurar una de esas sus obras teatrales de singular éxito. Y es que lo que sucedió con el viejito es un misterio y motiva a imaginar las más desaforadas teorías sobre su paradero. Una historia digna de Querétaro y sus muchas leyendas.
Hace exactamente un año y ocho meses, en este mismo espacio me permití nombrar al viejito en cuestión como don Benjamín Gutiérrez y a su abandonada esposa como doña Carmelita Barrón. Ambos, un matrimonio de ya cerca de sesenta años de duración, solían acudir a misa a El Carmen, y, de paso, alimentar a las muchas palomas del atrio de ese templo citadino, pero un día, don Benjamín le dijo a doña Carmelita que iba a comprar cigarros y ya nunca regresó.
La historia, tan cotidiana y probable a los ojos de la sociedad, en realidad no era más que una tragicomedia inventada por el que esto escribe, que daba réplica a una versión oficial cada vez más misteriosa e incomprensible.
Don Benjamín y doña Carmelita son, en realidad, un par de estatuas, elaboradas en bronce por el escultor preferido de los últimos tiempos en estas tierras, William Nezme. Fueron colocadas, efectivamente, en el atrio de El Carmen en compañía de tres palomas del mismo material. Y ahí estuvieron los famosos viejitos durante un tiempo, sentados en una de las bancas-jardineras del lugar, mirando a las palomas. Pero en el 2014 las palomas volaron. Luego fue don Benjamín quien en diciembre del 2022 ya no amaneció, una mañana, en el lugar de los hechos.
Todos suponemos que robarse tres palomas de bronce en mitad de la noche debe tener sus complejidades, pero entra, sin tapujos, en los límites de lo posible, pero levantar al más puro estilo de banda criminal una escultura del mismo material casi de tamaño natural resulta injustificable y habla de la nula vigilancia, de la ineptitud supina, de los guardianes queretanos del orden público.
La cosa no paró ahí; se puso aún más misteriosa cuando, en febrero del siguiente año, la autoridad municipal, en un extraño y enjuto comunicado, señaló que ya se había encontrado la escultura de don Benjamín, a la que se tenía en resguardo, y se había detenido a los ladrones. Nunca, sin embargo, aparecieron a la luz los rateros, ni sus nombres, ni sus expedientes penales, y lo que es peor, tampoco apareció la escultura en bronce.
William Nezme, el escultor, declaró molesto a la prensa unas semanas más tarde, que dudaba de la recuperación de la pieza, pues las autoridades aún no lo llamaban para que hiciera el trabajo de restauración correspondiente. La escultura del viejito se volvió entonces invisible a los ojos de la ciudadanía y los hechos que dieron origen a su desaparición, inexpugnables.
Hoy, a casi dos años de los tristes sucesos, doña Conchita mira desalentada los adoquines del atrio de El Carmen, sumida en la soledad de lo que parece una inevitable viudez, mientras la autoridad competente, si es que la hubiese, deja pasar el tiempo, patea el bote del caso y apuesta por el olvido popular. Hoy, no hay palomas, no hay expedientes, no hay ladrones, y, sobre todo, no hay viejito en bronce acompañando a su pareja. Dígame si no, estimado lector, es un caso que haría feliz a Agatha Christie.