Y sí, las benditas redes sociales pueden convertirse en malditas con tan sólo apretar una tecla. El deseo de notoriedad, de fama, de popularidad, es una trampa siempre presta a atrapar a presas ya previamente aprisionadas por la vanidad.
El reciente caso de la destituida directora de gobierno estatal, María Cristina Niño de Rivera, es una prueba más de ello. A esta funcionaria pública y amante de las redes sociales, se le ocurrió la buena idea, apremiada seguramente por la necesidad de presencia en el ciberespacio, de que podía platicar, mientras conducía un vehículo, sobre su trabajo y confesar que había “huido” de él por las molestias de los ciudadanos con trámites tardíos en sus refrendos. Con absoluto desparpajo y tono “fresa” quiso congratular a sus, seguramente, muchos seguidores, sin siquiera percatarse, buceando en ese mundo irreal, que ello pudiera conllevar su fulminante retiro del cargo.
Me entero, gracias a este curioso caso, que el uso de las redes sociales entre los funcionarios públicos no es simplemente una peligrosa decisión personal, sino que es alentado por “asesores” gubernamentales que se lo sugieren, con el ánimo, supongo, de que los empleados públicos gocen de mayor popularidad y simpatía entre la ciudadanía, y, sobre todo, entre los jóvenes, que hoy parecen dominar las tendencias. Es decir, los “asesores” de gobierno incentivan la notoriedad superficial, la chabacanería, cuando, entiendo yo, deberían esforzarse por acompañar el trabajo serio y responsable de los funcionarios, porque de lo que se trata (confío en que así siga siendo) es que se haga un trabajo eficiente en beneficio de todos y no una larga campaña de simpatías para conseguir votos futuros.
Las benditas redes sociales, antes de convertirse en malditas, ayudan pues a la simulación más penosa y convierten a los funcionarios en el Garrick de Juan de Dios Peza, mostrando simpatías en lugar de las auténticas aversiones. Estamos regidos, al parecer, por sus reglas. Para bien y para mal.