Como en toda crisis, las obras de reconstrucción de la avenida 5 de Febrero han sacado lo mejor y lo peor de nosotros.
Cierto es que permea una especie de silenciosa solidaridad ante el trance amargo que padecemos; o al menos a mí así me ha parecido con esas constantes muestras de amabilidad, de cortesía, dejando el paso a vehículos y transeúntes, o en el respeto a los asistentes de movilidad que, con banderola en mano, hacen frente a su dura tarea diaria bajo el quemante sol.
Sobre todo en la mismísima 5 de Febrero la actitud de los automovilistas cuenta con el común denominador de que ésto lo sufrimos todos y no podemos hacer más que ser pacientes, así transcurran los minutos y las horas.
Con esta creencia y cuando el Waze, esta aplicación inexplicable para mi raciocinio del siglo veinte, así me lo sugiere, me adentro a las profundas y negras aguas de las suposiciones de la avenida en obras y suelo salir bien librado, o al menos, lo regularmente bien librado que se puede, dadas las circunstancias.
Hasta la semana pasada, cuando la señorita de modulada voz me aseguró que el mejor camino para llegar a mi casa era tomar Madero, incursionar en 5 de Febrero, y ya ahí, cargarme a la izquierda para poder dar vuelta en “u” algunos metros más adelante. Esta vez no hubo, en principio, concesiones de nadie, pese a mis muy amables solicitudes, con direccional y brazo alzado.
Una señora, entre otros varios, fijó la mirada en la lontananza y el pie derecho en el acelerador, demostrando con ello mi invisibilidad; un camionero, cuyo rostro no pude descubrir dado lo alto de su unidad y los vidrios polarizados de su cabina, echó lámina a la menor provocación de mi parte por ponerme a su frente; un camión repartidor de comida chatarra, consciente de su poderío en fierros, hizo lo propio, y así, por metros.
De pronto quedé a la par de un individuo con facha de conductor de taxi por aplicación, con la vista puesta en el frente como si de caballo de pica se tratara. Su ventanilla derecha estaba abajo y eso representó una oportunidad para mí. Llamé su atención, y cuando al fin volteó, con toda la amabilidad de la que soy capaz le pregunté si me permitiría pasar frente a él. En su interior se debatieron claramente el santito y el diablito de sus pensamientos por largos segundos, hasta que en el oído derecho escuchó aquello de “déjalo, no seas tarugo, ¿no ves que tú tienes que cargarte a la derecha para seguir de largo?” Y con apenas un levísimo movimiento de cabeza me otorgó la prebenda solicitada.
El caso es que como el otorgante aprovechó el trance para pasarse a un lado derecho mucho más ágil, tras de mí, ya en el carril largamente peleado, apareció el camión de la mucha lámina, la mucha altura y los vidrios polarizados, que inició una especie de amedrentamiento sobre mi escuálido vehículo, deteniéndose, una y otra vez, a milímetros de su defensa.
Al llegar al retorno, al camionero lo poseyó un ataque de locura, abrió su unidad sin tapujos y nos rebasó a unos cuantos, para meterse, con descaro y velocidad manifiesta, en una inexistente segunda fila, poniendo en riesgo a quienes circulábamos, y sobre todo a un elemento de vialidad que casi resulta atropellado. Dos más de los incansables trabajadores de la obra se tuvieron que poner frente a él y lo obligaron a detener su inconsciente paso, justo cuando pretendía incorporarse a los carriles de regreso.
Pasamos los demás, y muchos metros más adelante, aprovechando la agilidad del carril derecho, pasó el camionero junto a mí, me mentó la madre con el claxon, y siguió rumbo a Celaya cuota.
Insisto en que la crisis de 5 de Febrero está sacando, en la mayoría de los casos, lo mejor de nosotros, pero lo malo es que cuando se saca lo peor, que también se da, las consecuencias se vuelven imprevisiblemente peligrosas.