/ miércoles 20 de noviembre de 2024

Zoon politikón / No se le aplaude al sol todas las mañanas

Claudia Sheinbaum, presidenta de México, decidió hacer lo que su antecesor, Andrés Manuel López Obrador, evitó durante todo su mandato: representar personalmente a México en el G20. Su participación en la cumbre celebrada en Brasil marca un cambio de estilo en la política exterior mexicana, pero antes de empezar con los aplausos, es importante recordarlo: esto no es un acto extraordinario, es parte del trabajo.

Asistir a una cumbre internacional como el G20 no debería ser motivo de celebración, como tampoco lo sería aplaudir al sol por salir cada mañana. Es su naturaleza, su función. La política exterior, especialmente en un sistema como el mexicano donde la jefa de Estado y la jefa de Gobierno son la misma persona, implica estar presente en los foros globales, no como un favor hacia la ciudadanía, sino como una responsabilidad ineludible.

Lo verdaderamente sorprendente, y quizá escandaloso, es que México, la economía número 12 del mundo, haya pasado seis años sin que su jefe de Estado participara directamente en los principales foros internacionales. Durante el mandato de López Obrador, mientras los líderes de las principales economías discutían las políticas globales, México enviaba representantes en lugar de a su presidente. Esa ausencia no sólo rompió con el protocolo, sino que colocó al país en una posición de aislamiento simbólico en el escenario internacional.

El enfoque de López Obrador careciera de motivos, bajo la premisa de que "la mejor política exterior es la interior", pero con apuestas deliberadas para ayudar o intervenir a favor de sus colegas de corriente ideológica en apuestas deliberadas de intervencionismo. Sin embargo, esta estrategia no se tradujo en un fortalecimiento tangible de la posición de México en el mundo. Al contrario, se perdió la oportunidad de influir en decisiones clave en temas como el cambio climático, la seguridad global y las dinámicas económicas internacionales.

La importancia de estos foros radica en que las grandes decisiones no siempre se toman en las mesas formales. En un club como el G20, los acuerdos más significativos suelen gestarse en los pasillos, en conversaciones informales y en reuniones bilaterales donde la presencia personal del jefe de Estado es esencial. Delegar esa representación en funcionarios de alto nivel puede ser funcional, pero difícilmente sustituye el peso político y simbólico de la figura presidencial.

El regreso de México con Claudia Sheinbaum a estos espacios de diálogo global es, sin duda, un paso en la dirección correcta. Pero no es algo que deba considerarse extraordinario. Es, simplemente, lo que una jefa de Estado debe hacer. La verdadera prueba está en los resultados. ¿Será capaz Sheinbaum de traducir su presencia en acuerdos concretos que beneficien al país? ¿Logrará reposicionar a México como un actor relevante en la arena internacional o sólo cumplirá con el protocolo?

Porque no basta con estar presente. Lo que realmente importa es qué se hace con esa presencia. La política exterior no se construye con discursos bien intencionados ni con propuestas aisladas, sino con una participación constante y estratégica. Asistir a cumbres como el G20 es un primer paso, pero no suficiente. Lo que se requiere es que esta participación se traduzca en beneficios tangibles para México, en alianzas estratégicas y en una mejor posición en las decisiones globales.

El reto es mayúsculo, especialmente considerando el terreno perdido. Durante seis años, la ausencia de un jefe de Estado mexicano en estos foros envió un mensaje ambiguo al mundo, todos lo vieron como un desinterés en los asuntos globales. Ahora, con Sheinbaum en la presidencia, México tiene la oportunidad de corregir esa narrativa, pero eso dependerá de algo más que asistir a las reuniones.

El cambio de estilo es evidente y, para algunos, alentador. Pero no olvidemos que estar presente no es un favor ni un acto extraordinario. Sheinbaum hizo lo que le corresponde como Presidenta, y eso, aunque básico, ya marca una diferencia respecto a su antecesor. Sin embargo, la verdadera medida de éxito será el impacto de su participación en el bienestar del país.

Asistir al G20 es, en esencia, cumplir con el trabajo. Ahora el desafío es demostrar que ese trabajo tiene un propósito y que México no sólo está presente, sino que cuenta y tiene algo que decir en el escenario global. Al final, como diría el proverbio chino, no se le aplaude al sol por salir cada mañana.


Claudia Sheinbaum, presidenta de México, decidió hacer lo que su antecesor, Andrés Manuel López Obrador, evitó durante todo su mandato: representar personalmente a México en el G20. Su participación en la cumbre celebrada en Brasil marca un cambio de estilo en la política exterior mexicana, pero antes de empezar con los aplausos, es importante recordarlo: esto no es un acto extraordinario, es parte del trabajo.

Asistir a una cumbre internacional como el G20 no debería ser motivo de celebración, como tampoco lo sería aplaudir al sol por salir cada mañana. Es su naturaleza, su función. La política exterior, especialmente en un sistema como el mexicano donde la jefa de Estado y la jefa de Gobierno son la misma persona, implica estar presente en los foros globales, no como un favor hacia la ciudadanía, sino como una responsabilidad ineludible.

Lo verdaderamente sorprendente, y quizá escandaloso, es que México, la economía número 12 del mundo, haya pasado seis años sin que su jefe de Estado participara directamente en los principales foros internacionales. Durante el mandato de López Obrador, mientras los líderes de las principales economías discutían las políticas globales, México enviaba representantes en lugar de a su presidente. Esa ausencia no sólo rompió con el protocolo, sino que colocó al país en una posición de aislamiento simbólico en el escenario internacional.

El enfoque de López Obrador careciera de motivos, bajo la premisa de que "la mejor política exterior es la interior", pero con apuestas deliberadas para ayudar o intervenir a favor de sus colegas de corriente ideológica en apuestas deliberadas de intervencionismo. Sin embargo, esta estrategia no se tradujo en un fortalecimiento tangible de la posición de México en el mundo. Al contrario, se perdió la oportunidad de influir en decisiones clave en temas como el cambio climático, la seguridad global y las dinámicas económicas internacionales.

La importancia de estos foros radica en que las grandes decisiones no siempre se toman en las mesas formales. En un club como el G20, los acuerdos más significativos suelen gestarse en los pasillos, en conversaciones informales y en reuniones bilaterales donde la presencia personal del jefe de Estado es esencial. Delegar esa representación en funcionarios de alto nivel puede ser funcional, pero difícilmente sustituye el peso político y simbólico de la figura presidencial.

El regreso de México con Claudia Sheinbaum a estos espacios de diálogo global es, sin duda, un paso en la dirección correcta. Pero no es algo que deba considerarse extraordinario. Es, simplemente, lo que una jefa de Estado debe hacer. La verdadera prueba está en los resultados. ¿Será capaz Sheinbaum de traducir su presencia en acuerdos concretos que beneficien al país? ¿Logrará reposicionar a México como un actor relevante en la arena internacional o sólo cumplirá con el protocolo?

Porque no basta con estar presente. Lo que realmente importa es qué se hace con esa presencia. La política exterior no se construye con discursos bien intencionados ni con propuestas aisladas, sino con una participación constante y estratégica. Asistir a cumbres como el G20 es un primer paso, pero no suficiente. Lo que se requiere es que esta participación se traduzca en beneficios tangibles para México, en alianzas estratégicas y en una mejor posición en las decisiones globales.

El reto es mayúsculo, especialmente considerando el terreno perdido. Durante seis años, la ausencia de un jefe de Estado mexicano en estos foros envió un mensaje ambiguo al mundo, todos lo vieron como un desinterés en los asuntos globales. Ahora, con Sheinbaum en la presidencia, México tiene la oportunidad de corregir esa narrativa, pero eso dependerá de algo más que asistir a las reuniones.

El cambio de estilo es evidente y, para algunos, alentador. Pero no olvidemos que estar presente no es un favor ni un acto extraordinario. Sheinbaum hizo lo que le corresponde como Presidenta, y eso, aunque básico, ya marca una diferencia respecto a su antecesor. Sin embargo, la verdadera medida de éxito será el impacto de su participación en el bienestar del país.

Asistir al G20 es, en esencia, cumplir con el trabajo. Ahora el desafío es demostrar que ese trabajo tiene un propósito y que México no sólo está presente, sino que cuenta y tiene algo que decir en el escenario global. Al final, como diría el proverbio chino, no se le aplaude al sol por salir cada mañana.