En la India nada para ver, todo qué interpretar
Henri Michaux,
Un bárbaro en Asia
Entré a la India por la Puerta del Himalaya: Rishikesh. Después de veinticinco horas de aeropuertos y aviones, y de siete horas de recorrido nocturno en taxi por una carretera accidentada, con un chofer que conducía en zigzag evadiendo baches, vacas y vehículos de todo tamaño que circulaban en sentido contrario, me encontraba al fin en las faldas de la cordillera más venerada del mundo.
Amanecía.
El conductor me esperaba afuera de la terminal 3 del aeropuerto de Nueva Delhi en el lugar exacto que me había sido indicado: puerta 5, poste 15. Me pareció tan joven que vacilé a pesar de la señal irrefutable de portar un letrero con mi nombre. Él se llamaba Manbeer. Fue mi primer contacto en ese país y lamento haber olvidado tan pronto su cara. Solo recuerdo un hombre de talla pequeña de camisa blanca y pantalón negro, con la piel lampiña y unos ojos abultados que no hicieron contacto con los míos, costumbre habitual entre desconocidos de diferente sexo y señal de respeto hacia la gente considerada de jerarquía mayor. Tomó mi equipaje con prisa y cierta tosquedad. Apenas responde a mi saludo, pero en cuanto intento hablarle y hacerle unas preguntas me dice con firmeza: no english. Así que él no english y yo no hindi. Nos aguarda un viaje solitario. Casi es medianoche.
Pasé gran parte del trayecto en carretera pegada a los cristales del auto intentando atrapar algo de la realidad que me esperaba. En la periferia de Delhi el paisaje puede ser desconcertante: puentes y edificios a medio construir, familias completas durmiendo a la intemperie, autos y más autos desvencijados abandonados en las calles, jaurías de perros que buscan alimento entre montañas de basura, montañas mismas donde parejas de vacas escuá- lidas mordisquean lo que encuentran: cartón, plástico o harapos. Y por todos lados niebla densa, espesa. Nunca supe si era smog. Algunos kilómetros más adelante el horizonte se despeja: los bloques de concreto mutan en campiña luciente de luna llena y calma, como si al fin llegara el adagio después de un alegro largo e intenso, de ésos que nos tienen en vilo al filo de la butaca. Retomo por un rato el casi olvidado parpadeo, mi respiración retoma su compás.
TRES DE LA MAÑANA
Nos detuvimos en uno de los restaurantes al aire libre que abundan al borde de la carretera. Un sutil olor a curry y a masala chai se cuela al interior del taxi pero al abrir la puerta la sensación olfativa golpea. Columnas de concreto con varillas de fierro expuestas y oxidadas y una techumbre de lámina naranja delimitan el sitio. Nos recibe Ganesha —el liberador de obstáculos— envuelto en guirnaldas marchitas y foquitos de colores. A pesar de la hora hay varias mesas ocupadas, y desde una de las esquinas, Hanuman, ese dios mitad simio mitad humano, parece sonreírnos a todos con aprobación. Me dirijo a la barra de cemento al fondo del local. A señas me ofrecen té pero me niego. A señas también pido una botella de agua. Moscas aquí y allá: insectos omnipresentes, montoneros, que arremeten y atosigan con descaro. Pago el agua y al volverme tomo un momento para observar. Entonces me doy cuenta de que soy la única mujer en el lugar. Todos me observan con evidente curiosidad.
Doscientos treinta kilómetros separan a Delhi de nuestro destino. Avanzamos entre bocinazos y volantazos a paso rudo y lento, muy lento. Manbeer conduce con la nariz casi embarrada al parabrisas, los ojos bien abiertos y los labios apretados. Imposible conciliar el sueño así. Pienso en el tiempo absoluto de Newton, sospecho que somos ese punto que va del infinito hacia el infinito. Porque, como escribe Daniélou, «el tiempo absoluto es la medida de la noche eterna». Esta es una noche eterna.
Meerut, Muzaffarnagar, Roorkee: nombres de ciudades que surgen en el camino y que no logran decirme nada. Me preocupa ignorar si vamos por la vía correcta. Después llegamos a Haridwar, una de las Sapta Puri o siete ciudades sagradas del hinduismo con su inconfundible estatua gigante de Shiva y me tranquilizo: estamos cerca, falta poco. Tímidamente se anuncia el alba cuando a lo lejos distingo por primera vez el río Ganges que a partir de ese momento aparece y desaparece del panorama hasta volverse una imagen constante. Una hora más tarde, mi silente piloto sonríe y me mira de reojo por el retrovisor. No necesita decir nada: sé que al fin hemos llegado a Rishikesh. Sonrío yo también.
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