Llegué en víspera de Año Nuevo, por la noche. Del otro lado de la ventanilla del auto se asomaba Antigua, iluminada y majestuosa. Así que mi primera impresión fue nocturna. De golpe me resultó familiar: la gente, los colores, la arquitectura. Pero no tardé mucho tiempo en darme cuenta de que era única. Esa velada hubo fiesta y fuegos artificiales en las calles. Propios y extraños nos dejamos llevar por la alegría de la celebración que duró horas, para algunos hasta el amanecer.
Al día siguiente la curiosidad fue más fuerte que el desvelo y salí con los primeros rayos de sol. Los rastros de la fiesta ahí seguían, la ciudad dormía todavía. La niebla juguetea en las siluetas de los volcanes que se descubren a lo lejos. Uno que otro transeúnte madrugador como yo, va dejando su sombra como una estela alargada que nítida desaparece de los muros y aparece más tarde amorfa, distorsionada, en el piso empedrado, húmedo de rocío matinal.
El olor a café recién tostado me llama y sigo ese aroma que me lleva hasta uno de los locales del Parque Central. Regreso al hotel café en mano para desayunar, alistarme y salir de nuevo a las calles, esta vez plagadas de gente, autos y tuk-tuks.
Cada mañana repito la rutina. Con mi cámara persigo el albor en su paso fugaz. Entretanto descubro la cara serena de este sitio que retumba estoico ante los movimientos del Volcán de Fuego.
Me pierdo en sus callejones y plazas y en alguna esquina me detengo a esperar el paso de algún autobús, de la gente y sus sombras, y de una que otra sorpresa que nunca falla. A momentos camino sin rumbo, a veces aguardo con el sol a mi espalda y el obturador listo para el disparo. Sin aviso, Antigua despierta de golpe y su cara apacible permuta por una festiva y llena de vida.
Cuando piense en Antigua, la evocaré al amanecer envuelta en silencio y luz dorada.
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