Si no fuera porque ahí se encuentra el sitio donde se embarca hacia Yaxchilán, Frontera Corozal sería un nombre más en la lista del anonimato geográfico mexicano. Pero la casualidad está de su lado y ahora cuenta con un par de modestos hotelitos, una zona de camping con cabañas de techos de palma y un restaurante que se ha convertido en parada obligatoria para los viajeros que pasan por ahí.
Pero eso no es todo: al ubicarse en la ribera del río Usumacinta —confín natural entre México y Guatemala—, Frontera Corozal ha obtenido el distinguido rango de Paso fronterizo internacional. Vaya condecoración.
Si imaginan una aduana de acero inoxidable y cristal, con aire acondicionado y oficinas con gente uniformada, cometen un error. Apenas encontrarán un muelle rudimentario de escalones desiguales de piedra con pasamanos de madera húmeda y clavos oxidados. En ese punto, los dos países vecinos están tan cerca que es posible distinguir los rostros de quienes aguardan al otro lado del río, en la comunidad de Bethel. Las lanchas van y vienen. En cinco minutos la gente cambia de país, así sin glamour ni nada que lo anuncie. Tampoco hay letreros de Bienvenido paisano.
Observo esta escena desde lo alto de la escalinata. A mi lado, un grupo de chicas con las manos llenas de collares, aretes y otras artesanías miran al piso con un gesto de tedio. Me han ofrecido sus productos sin ánimo de vender. De pronto se espabilan y pegan una carrera hacia la camioneta llena de turistas que se aproxima. Five dollars, one dollar, mexican handmade, les dicen. Los viajeros, algo esquivos, estiran las piernas y se dirigen al muelle. Solo algunos se detienen a ver y comprar.
Detrás de esa camioneta llega otra más. Desde el muelle, los barqueros apuran a los recién llegados: es hora de partir, las ruinas cerrarán en unas horas más. Nos acomodan en tres embarcaciones, encienden los motores. La travesía a Yaxchilán comienza. Desde la punta de la barca, con el paisaje de la Selva Lacandona de fondo, recuerdo aquel anuncio de cigarros de los años ochenta donde una piragua sortea las turbulentas corrientes del río Amazonas mientras una voz grave, masculina, asegura que « aun pueden vivirse cosas intensas, exclusivas… ».
Manuel es el conductor del bote donde viajo, nuestro Virgilio en aguas fronterizas. Nos habla un poco de las particularidades del sitio y la fauna del lugar. En cuanto menciona a los cocodrilos, hace una pausa intencional y mira de reojo a su tripulación. Todos reaccionamos como él espera: con asombro y curiosidad. Él sonríe complacido y promete detenerse al avistar uno de estos reptiles. La promesa se cumple unos minutos después. La barcaza se acerca a la orilla, entre las rocas descansa el predador. Algunos turistas se amontonan, quieren foto. Otros, bromean: « no saques la mano, que te la mochan » o « pórtate mal y aquí te quedas ».
Ante el interés de muchos, el guía aprovecha para contar un par de historias de gente que se metió al río y no apareció más. Las sazona con frases como « sólo encontraron las botas », o cosas así. Mientras tanto, pienso en lo conveniente de la situación. Aquí los señores no dicen « ahora vuelvo, voy por cigarros » sino « ahora vuelvo, voy a nadar al río », y luego se esfuman. El pueblo lo da por muerto (« se lo tragaron los cocodrilos »), la familia lo llora y al cabo de un tiempo la vida sigue sin él. Mientras tanto, el hombre ha rehecho sus días en algún rincón de Guatemala o Tabasco. Ah, bendito Usumacinta.
Me entretengo con la idea mientras Manuel sigue con sus relatos y dando respuesta a las preguntas morbosas de mis compañeros tripulantes. Así los cuarenta minutos de recorrido pasan sin pesar. El motor baja su velocidad de nuevo pero esta vez no es para buscar cocodrilos. El timonel apunta a la izquierda y hacia arriba. Entre la selva se asoman las ruinas de la majestuosa ciudad maya. Pero esa es otra historia que merece un capítulo aparte. Pronto hablaremos de Yaxchilán.
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