El lugar ideal para mí es aquel en el cual es más natural vivir como extranjero.
Italo Calvino, Ermitaño en París: páginas autobiográficas, 2004.
En el imaginario colectivo, el arquetipo de extranjero suele estar envuelto en un halo de melancolía y añoranza. La simple idea de que una persona esté lejos de “casa” genera reacciones que fluctúan entre una empatía casi paternalista, la sorpresa mezclada con un poco de morbo y, en algunos casos, cierto recelo o suspicacia.
Durante mis años de exilio, mucha gente me preguntaba cómo era ser extranjera o qué se sentía vivir en un clima distinto y hablar una lengua que no es la propia. La pregunta en sí misma era un pequeño deleite para mí porque precisamente esa curiosidad fue la que me llevó a explorar otras latitudes que me hicieron descubrir mi propia definición forastero.
A mí me gusta ser extranjera. Esa condición me da el privilegio de vivir la cotidianidad con una sana distancia donde nada me salpica o me despeina. Extraña sustracción de un mundo en el que estoy y no estoy. Me siento liviana ante el dulce sosiego de saber que nada de eso es mío, que nada de eso me pertenece. Porque los apegos pesan, estorban. Y las raíces demasiado profundas sólo consiguen inmovilizar.
Amo las tierras forasteras precisamente porque nada me ata a ellas. Su pasado me conmueve mas no me duele; su futuro no me abruma. Su presente me toca hasta donde yo le permito llegar: mágico cortejo entre dos desconocidos que se dejan sorprender sin expectativas; idilio perfecto que no precisa de pactos con testigos ni promesas de fidelidad.
Agradezco a otros suelos por no ser mi patria y por eximirme sin reproche de ciertos protocolos; agradezco también no saberme un soldado más entre sus filas. Puedo pasearme completamente desprovista de héroes y estereotipos heredados saboreando la sutil rebeldía de no pertenecer y la seductora concesión de poder ver sin filtros esos territorios y quererlos tal y como son.
Me gusta ser extranjera porque con el tiempo uno se apropia del lugar y de la lengua de una manera particular. Y eso es realmente bello. Hablar otra lengua desvela una versión diferente de nosotros que nos permite reinventarnos y entender y traducir el mundo de otra forma lo cual no es ningún secreto. Bien sabemos que las lenguas, siempre, por sí solas, son otros mundos.
Así que yo, como Calvino, encontré mi lugar ideal en este mundo bajo el papel de extranjera. Ser extranjera es libertad.
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