Hace unos días encontré este texto que escribí hace unos años cuando murió un perro que me acompañó durante catorce años de mi vida. Se llamaba Greco y, más que una mascota, era un amigo y un gran maestro para mí. Así que decidí desempolvarlo para esta columna y acompañarlo con algunas imágenes de mi serie fotográfica intitulada Canes. Espero que les guste.
Sus pisadas ya no suenan como antes. En los últimos dos años, éstas pasaron de un melódico alegretto a un larghissimo lastimero que evocan al sonido del clarión deslizándose sobre la pizarra. Esas blancas extremidades se arrastran sobre el camino trazando nuestro recorrido. A cada paseo, un bosquejo. Sólo basta mirar hacia atrás para descubrirlo. Bosquejos sobre la nieve, sobre la tierra, sobre el follaje; también sobre el asfalto donde últimamente dejaba trazos rojos de sangre hasta que decidimos que no más caminatas sobre el asfalto, no más.
El potente viento de primavera nos obliga a ir despacio, nos recuerda que hoy no hay prisa. Un olor familiar me remonta a nuestros primeros paseos en estas tierras tan lejanas de todo y de todos pero que con los años hemos hecho casi nuestras. Me pregunto si él conoce la nostalgia con la misma intriga con la que he intentado descifrar sus gestos durante catorce años. Apenas puede con su cadera que sólo habla de vejez, pero el brío es el mismo y el talante curioso y resuelto sigue ahí. A los pocos metros se detiene. Se toma el tiempo a sorbitos, olisquea a su alrededor. Yo me pongo en cuclillas para masajear sus patas delanteras. Sé que duele pero no hay queja, solo lame mi mano pidiendo delicadeza con delicadeza. Se levanta decidido y seguimos dibujando nuestro andar.
Podríamos caminar esta vereda a ojos cerrados. Lo único que ha cambiado es el tiempo que nos toma recorrerla. Conocemos cada metro con todas sus variantes según la estación del año. La hemos visto marchitarse, cubrirse de blanco y luego reverdecer. Hemos errado tantas veces por aquí que cada sonido, cada olor y cada textura nos pertenecen por derecho propio. Porque sabemos que el crujido de la hojarasca otoñal no es el mismo en septiembre que en noviembre; que la nieve nueva no amortigua igual que la vieja; que el río en verano susurra, en invierno crepita y en primavera vocifera. En esta mañana de abril, casi mayo, aún hay tulipanes. Y todos se mecen para decir adiós.
Al fin llegamos a la pequeña playa en la ribera, nuestro rincón preferido. Aquí hacemos lo que más nos gusta: yo, leer; él, nadar, aunque hace meses que no lo hace más. Un día casi se ahoga. Yo me percaté al oírlo chillar. Corrí a la orilla a esperarlo, el corazón se me salía. Tardó mucho tiempo en acercarse, salió temblando del agua. Ambos regresamos a casa cabizbajos, sabíamos que ésa había sido la última vez. A partir de esa ocasión se limitaba a sentarse sobre la arena a contemplar hipnotizado las aguas del San Lorenzo. A veces emitía un ligero lloriqueo, a veces mirar parecía bastarle.
Hoy la marea está baja, cosa rara en tiempo de deshielo. Hace apenas unas semanas que el río ha vuelto a su estado líquido, todavía quedan un par de bloques de hielo que mañana ya no estarán. Permanezco de pie sobre la arena, él se sienta con dificultad. No hay nada que decir, hasta el viento ha callado. Lo abrazo fuerte y duele tanto, sé que al soltarlo debo dejarlo ir. Me incorporo y apenas puedo decir “ve”. Entonces él se levanta y con todas sus fuerzas corre, corre, corre, de nuevo joven, a encontrarse con el agua en un chapuzón arrebatado, como antes, como siempre.
Nada feliz, Greco, amigo mío. Y espérame en la otra orilla.
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Texto y fotografías de Sandra Hernández, arquitecta y fotógrafa. Su pasión por el tema urbano y su acontecer cotidiano le ha llevado a explorar el mundo desde estas dos disciplinas cuya práctica está estrechamente ligada: una complementa a la otra.
Cuando no está de viaje trabajando en algún proyecto, divide su tiempo entre las ciudades de Quebec, Canadá y Querétaro, México.
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