La Carrera Panamericana, la mera reina de los rallys internacionales, es un evento que no necesita mayor presentación. De Oaxaca a Durango, tres mil doscientos kilómetros de recorrido en una competencia que ha reunido a todo tipo de celebridades y acumulado montones de anécdotas en esta época moderna que acaba de celebrar este mes su edición número treinta y uno.
Pero La Pana, como le decimos de cariño, no es solo adrenalina y autos antiguos con motores que rugen a más de doscientos kilómetros por hora. Detrás de eso hay mucho más.
La Pana es amanecer arropados por la niebla de Mil Cumbres, en Michoacán, que a momentos desvela una sierra con montes siempre verdes y barrancos que erizan la piel. Es quedarse sin aliento al cruzar el Valle de Tehuacán, reserva de la biosfera, con ese paisaje único custodiado por miles de órganos y plantas endémicas, o contenerlo ante las curvas del Espinazo del Diablo que nos recuerdan nuestra insignificancia y vulnerabilidad. Es arrancar con los primeros rayos de sol en Santo Domingo de Guzmán, Oaxaca, en medio de las campanadas del templo y los vítores de aficionados que no dudaron en madrugar para hacer valla. Es transitar por un pequeño poblado duranguense donde la gente aguardará desde temprano el paso de los Porsche, los Studebaker, los Buick, los Mustang o los Mini antiguos (que son muy “minis”) y los escolares uniformados correrán tras ellos mientras se preguntan uno a otro, entre asombro y carcajadas, «¿ya viste de qué país viene?».
La Pana es Bellas Artes, en Ciudad de México, el acueducto de Morelia, el jardín Zenea, en Querétaro, la Catedral de Durango, las calles del centro de Zacatecas con el vaivén del teleférico y el cerro de La Bufa de fondo. La Pana es un jolgorio en Temascalcingo, una callejoneada en San Miguel de Allende, fuegos artificiales en Mitla. La Pana es una fiesta.
Y La Pana es, también, su gente: la que se ve, la que no se ve. Desde los que soñaron y orquestaron todo esto, hasta los apasionados pilotos y navegantes que no dudan en detenerse a ayudar en el camino a otros competidores aunque eso les cueste el primer lugar, los equipos de mecánicos que hacen cada noche una suerte de magia para lograr que al día siguiente los autos estén como nuevos para una prueba más, los aficionados devotos que esperan durante horas a pie de carretera el paso del convoy de competidores y que aplauden cuando a lo lejos escuchan los motores aproximarse a toda máquina. Sí, La Pana es la gente pero, sobre todo, su humanidad.
Dicen que hay que estar loco para cruzar un país a toda velocidad en siete días; que hay que estar loco para emocionarse con el olor a gasolina y el rechinido de llantas sobre el asfalto; que hay que estar loco para estrellarse en una prueba y a la próxima subirse de nuevo al auto para continuar con la competición. Yo también pensaba así hasta que viví La Pana. Y tal vez sí lo estamos un poco. Pero después de todo esto, me parece aun más loco, más descabellado, no sucumbir ante la leyenda y tradición de La Carrera Panamericana.
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Texto y fotografías de Sandra Hernández, arquitecta y fotógrafa oficial de La Carrera Panamericana.
Su pasión por el tema urbano y el acontecer cotidiano le ha llevado a explorar las ciudades desde estas dos disciplinas cuya práctica está estrechamente ligada: con la fotografía captura y analiza el mundo y su contexto; a través de la arquitectura lo transforma.
Cuando no está de viaje trabajando en algún proyecto, divide su tiempo entre las ciudades de Quebec, Canadá y Querétaro, México.
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