Escucharás un disparo, tu corazón latirá fuerte, inspirarás profundamente. La inercia de la multitud te arrastrará. Cruzarás la línea de salida: el tiempo oficialmente empezará a contar. Los gritos de la gente aturdirán. Cada pisada pesará. Intentarás dominar tu cuerpo torpe y rígido. Te concentrarás en inhalar a buen ritmo, en controlar tu cadencia, en cuidar tu postura. Otros corredores pasarán a un lado dejándote atrás, eso te intimidará. Mirarás el reloj casi cada minuto; sentirás la adrenalina recorriendo tu cuerpo. Esto apenas comienza, cavilarás.
La gente seguirá vitoreando pero sus gritos se volverán un lejano eco que apenas escucharás. El panorama te distraerá. Verificarás de repente tus pulsaciones o quizá tu posición. Poco a poco irás aflojando los brazos, olvidarás tu respiración. Llamará tu atención aquella señora que aplaude en pijama desde su puerta. Sonreirás. Repararás en la camiseta de la chica de enfrente apoyando a los enfermos de linfoma, en la bandera que cuelga en el dorso del corredor a tu derecha, en el nombre escrito con plumón rojo en el brazo de otro competidor más allá. Todos corren por una causa, supondrás.
El paisaje sutilmente devendrá una fotografía borrosa. Apenas sentirás las gotas de sudor cayendo del pliegue de tus brazos. La línea del tiempo te jalará caprichosamente hacia atrás y hacia adelante. Visitarás a la abuela quien te recibirá entre besos y estrujones, como siempre lo hizo. Tal vez llegarás a aquella aula en la que a escondidas te robaron tu primer beso. Irás al jardín de tu infancia a jugar con tus hermanos y ese perro al que perseguían descalzos entre gritos y risas. Aterrizarás en Lisboa y casi podrás sentir el olor de los pastéis de Belém. Te encontrarás sentado ante la chimenea reviviendo una escena con esos amigos a quienes no has vuelto a ver desde esa tarde. Buscarás solución al problema que te tiene inquieto. Recordarás súbitamente el nombre de la película que quisiste recomendar días antes y que simplemente no lograste mencionar. Te harás preguntas, muchas, sobre tu vida, sobre ti. Posiblemente concluirás que es hora de tomar otro riesgo porque en ese momento te sentirás poderoso, invencible. Aparecerá, como ráfaga y de manera desordenada, la memoria de las fiestas de la universidad, alguna mudanza, caminatas por la playa, amistades entrañables, promesas, miradas, roces, adioses.
El calor te traerá de vuelta. Sentirás sed. Tus ojos buscarán el próximo tramo con sombra y no lo encontrarán. Notarás que has bajado tu velocidad. Intentarás acelerar, recuperar la cadencia perdida. Tus piernas se rebelarán. A ellas les seguirán tu mente y tu voluntad. Juzgarás que todo eso no fue buena idea y que en ese momento estarías desayunando cómodamente en casa. Intentarás sacar la cuenta de todos los libros que ya hubieras leído en tantas horas de entrenamiento. Enumerarás las ocasiones que dijiste que no a los eventos sociales, las veces que fuiste el primero en abandonar la fiesta, los manjares a los que tuviste que renunciar. Te preguntarás una y otra vez qué demonios haces ahí mientras el calor aumenta y el cansancio empieza a hacer mella. Bienvenido al muro de los treinta kilómetros, augurarás.
Verás otros corredores —aparentemente en forma— detenerse a caminar. Algunos comenzarán a abandonar. Temerás ser el próximo y buscarás un aliciente: llegar al poste de luz, después al siguiente y así sucesivamente. En la banqueta un niño sostendrá un cartel: “No aflojes. Tú puedes”, y tú pensarás que ya no puedes, pero te negarás a parar. Habrá algo dentro de ti que te mantendrá corriendo y te dejarás llevar.
Una pancarta que anuncia que faltan cinco kilómetros al fin aparecerá. La cantidad de gente en las calles aumentará junto con la rigidez de tus cuádriceps y pantorrillas. Intentarás hacer un esfuerzo adicional y acelerarás. Todo tu cuerpo se defenderá. Jadearás. Sabrás que ya no tienes fuerzas pero aun te quedará voluntad. La muchedumbre aplaudirá, levantará los pulgares, vitoreará a todo pulmón, mas apenas lo advertirás.
Y, de pronto, la meta emergerá. Un escalofrío invadirá tu cuerpo y todo lo que te rodea se esfumará. Solo atenderás esa línea de llegada, el final del trayecto. El último tramo te parecerá tan largo que por un instante no sabrás si sigues avanzando o si tus piernas decidieron parar. Gritos, música, globos de colores y ese arco proclamando que llevas más de cuatro horas corriendo. Extenderás los brazos, cruzarás la meta. Te sentirás un héroe, en tu mundo lo serás. Habrá lágrimas en tus ojos y un golpeteo en tu pecho que difícilmente podrás ignorar. Cuarenta y dos punto dos kilómetros, todo terminará. Te dolerán las piernas, estarás molido, acabarás exhausto. Y aun así, al día siguiente solo pensarás en volverte a poner esos tenis y hacerlo una vez más.
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