El minimalismo surgió como un movimiento artístico que busca reducir al mínimo los medios de expresión y posteriormente fue permeando estos principios a otro tipo de disciplinas hasta volverse una filosofía de vida para muchos. Podríamos decir que se trata, en términos generales y no solamente artísticos, de una tendencia que ambiciona resumirlo todo a lo más básico, a lo esencial.
Me atrevería a declarar que el minimalismo es una oda al desapego donde sucede un fenómeno que puede interpretarse como contradictorio: por un lado, el ejercicio de desprendimiento llevado a su más profunda expresión y, por otro, la revalorización de lo que escogemos conservar, lo cual conduce a cierto afecto que muchos llamarían apego. Lo que pretendo comunicar es que el concepto va más allá de poseer la destreza y el temple de quedarse con lo esencial: nos orilla a hacer reflexiones profundas y a confrontar los cuestionamientos que surjan ante tales cavilaciones.
En la práctica, a la hora de crear, esto supondría un ejercicio fácil y desabrido. Pero la realidad es que el minimalismo es una aspiración bastante compleja: ¿qué es lo absolutamente esencial y necesario?, ¿cómo determinarlo?, ¿cómo saber escoger entre tantas opciones? Solemos pensar que entre más variables y objetos tengamos a nuestra disposición, más arduo será lidiar con ellos. Pero cuando nos enfrentamos a la tarea de comunicar, manifestar o narrar algo con pocos elementos, nos damos cuenta de que el nivel de dificultad es incluso mayor. Elegir los componentes precisos para concebir una obra capaz de no solo conmover o sobresalir, sino también de superar la dura prueba del tiempo, exige gran maestría que pocos logran alcanzar.
Como ejemplos de grandes exponentes del minimalismo podemos citar, en la música, al virtuoso Arvo Pärt y a la excelente agrupación islandesa de Sigur Rós; en escultura, a Richard Serra y su impresionante obra en acero corten o “autopatinable”, a Donald Judd y a la controversial Yayoi Kusama (aunque muchos pondrán en duda si su trabajo es minimalista o no); en pintura, a Ellsworth Kelly, Robert Mangold y Frank Stella; en arquitectura, al genial Ludwig Mies van der Rohe (uno de mis eternos favoritos), al multipremiado Tadao Ando, a Kazuyo Sejima y, claro, a Luis Barragán, quien revolucionó la arquitectura mexicana. En teatro, me vienen a la mente las escenografías de Josef Svoboda, Ming Cho Lee y Peter McKintosh, y en literatura encontraremos textos de maestros como Ernest Hemingway, Ezra Pound y Samuel Beckett, quienes en algún momento de su carrera optaron por la economía de palabras.
En cuanto a la fotografía, existe en la actualidad un movimiento minimalista muy fuerte al que cada vez más fotógrafos se han ido sumando y que alimentan tanto redes sociales como sitios de foto con un catálogo de imágenes que capturan escenas memorables con pocos elementos. Entre mis exponentes predilectos están Marcus Cederberg, Zay Yar Lin y Maria Svarbova. Personalmente siento una especial atracción por este tipo de fotografía quizá porque descubro composiciones que guardan una estrecha relación con la arquitectura y el lenguaje arquitectónico, y porque al practicarla experimento un proceso muy similar al del diseño. Acompaño este texto con algunos de mis ejercicios de fotografía minimalista donde, como dijo Mies van der Rohe, menos es más.
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Texto y fotografías de Sandra Hernández, arquitecta y fotógrafa. Su pasión por el tema urbano y su acontecer cotidiano le ha llevado a explorar el mundo desde estas dos disciplinas cuya práctica está estrechamente ligada: una complementa a la otra.
Cuando no está de viaje trabajando en algún proyecto, divide su tiempo entre las ciudades de Quebec, Canadá y Querétaro, México.
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