Hace unos días me topé con una fotografía que me hizo suspirar. Se trata de una imagen de la calle Crémazie, en Quebec, en el barrio de Montcalm donde viví los primeros años de mi residencia en esa ciudad, y sitio al que regreso invariablemente durante mis estancias estivales. La foto muestra la perspectiva de la calle cubierta de nieve en su totalidad. Todo es blanco y gris. En las banquetas, los montones de nieve esponjosa acumulados durante las primeras semanas de invierno amenazan con multiplicar su volumen en los meses por venir. No hay gente, solo su rastro evidenciado por las huellas que se acusan una sobre otra en esa masa blanca y densa. Se respira soledad y calma.
Para quienes han vivido las inclemencias de esta estación, este escenario se encuentra lejos de ser romántico o nostálgico. Seguramente se agolpará en su memoria toda esa nieve por palear, los vientos gélidos, voraces, y los días sombríos donde el sol apenas se asoma por unas horas. Y es cierto, normalmente mi mente se encamina hacia esa dirección cada vez que veo imágenes urbanas invernales o cuando mis amigos canadienses me envían fotos de sus autos sepultados tras una tormenta. Pero en esta ocasión no fue así. Como dije, vi la foto y suspiré. Sí, suspiré.
La soledad del invierno tiene tantos matices que puede ser al mismo tiempo caricia y tormento. Por las calles la gente va absorta en sus pensamientos, cuidando sus pasos: no se mira. Es difícil adivinar al que está debajo de ese abrigo, al rostro detrás de esa bufanda. Los pájaros, ausentes. Son sabios y se han marchado desde hace algunas semanas. El follaje de los árboles se ha ido también. Solo quedamos nosotros, los humanos, que transitamos como espectros en esa ciudad que decidimos edificar ahí, a pesar del invierno. Nos sentimos solos, solos, solos, en un retiro que dura meses. Y en todo eso hay belleza: la belleza del sosiego, de la contemplación, del silencio. Eso fue lo que me hizo suspirar de nostalgia y añoranza.
Mientras reflexionaba sobre todo esto recordé que hace poco más de un año asistí en el marco de la FIL de Guadalajara a una lectura de poesía del enorme escritor rumano Mircea Cărtărescu. Entre los poemas que leyó se encontraba uno que justamente se llama Nieva y que describe con precisión todas estas cavilaciones. Aquí dejo unos extractos:
Mañanas felices junto al hornillo, contemplando cómo las flores de hielo
se funden lentamente —mañanas felices
cuando la nieve cuaja, cuaja, cuaja
entre los bloques. Señor,
¿por qué me das mañanas felices? Mañanas felices
abriendo la ventana, tragando el frío
y contemplando cómo la nieve cae entre los bloques. Podría ser
Canadá, Siberia…
[…]
Qué raro, los copos vuelan hacia arriba, hay tanta soledad,
cuánta soledad feliz me has dado, Señor,
más soledad que en el otoño
más dorado,
como en ningún verano —aquí estoy.
[…]
He aquí mi definición: estoy aquí, junto al hornillo
con la felicidad en el alma, contemplando la nieve —la que se ve
por el cristal ondulado— un individuo melenudo
que solo quiere una cosa: estar aquí
junto al hornillo, con la felicidad en el alma, contemplando la nieve,
los copos vuelan hacia arriba, luego titubean en el aire blanco
caen oblicuos, en la profundidad de los bloques
y vuelven a subir… ¡qué cosa tan rara! ¡qué cosa tan curiosa!
sí, qué curioso, Señor: estoy solo y vivo mañanas felices.
Este invierno no estoy allá, en Quebec. Parece que he tenido suerte porque ha sido más duro de lo habitual. Pero, si busco un poco de sosiego, la soledad perfecta, cierro los ojos y aquí dentro nieva, nieva, nieva.
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Texto y fotografías de Sandra Hernández, arquitecta y fotógrafa. Su pasión por el tema urbano y su acontecer cotidiano le ha llevado a explorar el mundo desde estas dos disciplinas cuya práctica está estrechamente ligada: una complementa a la otra.
Cuando no está de viaje trabajando en algún proyecto, divide su tiempo entre las ciudades de Quebec, Canadá y Querétaro, México.
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