A las cinco treinta de la mañana llega Miguel a la Plaza de Armas con su carrito de tamales. Se instala en la esquina de la Casa de la Corregidora, prende un cigarro y espera. Sabe que en unos cuantos minutos aparecerán los primeros clientes y, junto con ellos, el alba.
En esos momentos yo soy su única compañía. Desde hace unos días sigo ese ritual: llego a la misma hora a instalarme con mi cámara y trípode a esperar la codiciada hora dorada: ese instante de la jornada donde la luz pinta muros y callejones de tonos cálidos y que dura casi lo que un suspiro. El vapor de los tamales me alcanza y su aroma estimula mis papilas gustativas. Pienso en uno dulce y en uno oaxaqueño, con mole negro, pero no hay tiempo: ahí viene la luz.
Los transeúntes comienzan a desfilar. Trabajadores de limpia y jardineros se apropian de la plaza de una esquina a otra. Se saludan, hacen bromas. Ciclistas, colegiales y burócratas aparecen también. Yo disparo, tomo mi equipo y me muevo de aquí para allá. El reloj apremia, la luz dorada se extingue. Mientras tanto, escucho cómo se rompe el silencio. Tacones que golpean el piso a pasos apresurados, risas de niños, alguien que habla por teléfono, la circulación de autos in crescendo.
Aparto la mirada del visor de la cámara para barrer la zona y buscar otro ángulo. El carrito de Miguel, antes solitario, ahora se encuentra rodeado de gente que sostiene vasos humeantes de atole y bolsas de plástico que dejan ver los envoltorios de hoja de maíz entre el vapor condensado. Noto que en cuestión de minutos las calles se han llenado de autos, y la plaza, de gente. Esta ciudad ha despertado.
El Marqués de la Villa del Villar del Águila mira todo esto atento, orgulloso, desde lo alto. Los faroles han apagados sus luces y los restaurantes que circundan la explanada han extendido sus mesas que lucen listas para recibir a sus comensales. En los pórticos, el agua con la que han limpiado hace unos minutos aun no seca, la cantera brilla. Me detengo ante esos reflejos e intento hacer algunas tomas con gente, sin gente.
Un letrero explica la historia de la Casa de Ecala, construida en el siglo XVI, y en ese momento me doy cuenta de por qué me gusta tanto esta plaza: porque encierra historia y vida, pasado y presente. Entonces me viene a la mente esta frase de Octavio Paz que tanto me gusta:
“La arquitectura es el testigo insobornable de la historia, por que no se puede hablar de un gran edificio sin reconocer en él el testigo de una época, su cultura, su sociedad, sus intenciones.”
Ahora la luz del sol es intensa. Recojo el trípode, apago la cámara: llegó la hora de partir. Miguel y su carrito también se han ido. Quizá nos topemos de nuevo mañana y compartamos otra vez por unos minutos el sosiego que anuncia el amanecer, el inicio de una jornada más.
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Texto y fotografías de Sandra Hernández, arquitecta y fotógrafa. Su pasión por el tema urbano y su acontecer cotidiano le ha llevado a explorar el mundo desde estas dos disciplinas cuya práctica está estrechamente ligada: una complementa a la otra.
Cuando no está de viaje trabajando en algún proyecto, divide su tiempo entre las ciudades de Quebec, Canadá y Querétaro, México.
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