Durante muchos años la presencia hidrográfica en mi vida fue —por decirlo de una forma— mítica.
Nací en una ciudad alejada del mar cuya escena urbana carece de ríos que la atraviesen o algo que se le asemeje. Una metrópoli que irónicamente fue levantada sobre un vasto lago del que ahora no queda una gota, tan solo un glorioso recuerdo cimentado en crónicas, leyendas y uno que otro croquis como aquel que colgaba en la la oficina de mi padre y que estudié una y otra vez para intentar descifrar el gran pasado lacustre de mi tierra natal, la antigua Tenochtitlán, hoy convertida en una inmensa mancha deshidratada y gris.
Mi primera emigración, a Querétaro, llegó en la adolescencia. Me mudé de un valle húmedo y lluvioso a una ciudad de tierra seca y clima semiárido, donde la existencia de cauces fluyentes sería casi milagrosa. El río Querétaro, que oficialmente forma parte de la cuenca del río Lerma y que (imaginariamente) cruza de oriente a poniente la ciudad, es tan solo una presencia fantasmal, una reminiscencia de alguna de las versiones pasadas de la estructura de esta ciudad. Una vez más, la curiosidad me llevó a indagar entre imágenes y planos. Anhelaba encontrar cualquier prueba de vida de ese río ahora inerte y así poder acuñar la añoranza de algo que no tuve pero que sentía que me pertenecía por el simple hecho de ser habitante de este lugar.
Después partí a Quebec.
Quebec se encuentra en la ribera norte del río San Lorenzo, justamente en su tramo más angosto (de hecho, la ciudad de ahí toma su nombre: Quebec es una palabra que viene del vocablo algonquino Kebek que significa: «ahí donde el río se estrecha»). El San Lorenzo es un viajero robusto que nace en la frontera entre Canadá y Estados Unidos, en la región de los Grandes Lagos, pasa por la provincia de Ontario y atraviesa toda la provincia de Quebec hasta fundirse en el Atlántico. Mil ciento cuarenta kilómetros de imponente recorrido.
Mi idilio con Quebec se cristaliza a través de este río. Caminatas y carreras cotidianas, excursiones en bicicleta, lecturas en la ribera, paseos en velero. Durante años fue lo primero que veía al despertar. Sus aguas me arrullaron, me apaciguaron y me acompañaron en estoica complicidad. Me enseñó su idioma y todas sus voces: en verano un susurro de suaves corrientes, en invierno crepitan sus aguas congeladas, en primavera el deshielo lo obliga a vociferar. La fascinación que causó en mí desde el primer día permanece intacta.
Y ahora, en medio de este trance proustiano, me encuentro aquí montada en el ferry que me pasea por el Saint-Laurent de una orilla a otra. Es invierno. Los bloques de hielo que flotan en el agua crujen con el roce del barco que a su vez rechina con un canto lastimero. El viento helado, el cielo gris y, a lo lejos —hacia el sur—, la visión borrosa de los puentes.
Y detrás de los puentes el sol se pone. El cielo empieza a arder y acentúa la línea del horizonte que minutos antes lucía borrosa. Entonces pienso en Querétaro, en su cielo en llamas, y de nuevo embiste la saudade con una más de sus argucias. Es que al tener dos patrias el corazón añora todo el tiempo y se convierte en rara costumbre suspirar a deshoras por ese allá donde se ha quedado una versión de nosotros que no quisiéramos soltar.
Ahí inicia mi viaje de regreso. El ocaso de Quebec me trae de vuelta a Querétaro, que me arropa bajo un cielo azul que se consume como cada tarde. La nostalgia trae boleto de ida y vuelta. La nostalgia es siempre un viaje redondo.
* Texto originalmente publicado en la revista Ciudad Adentro, número 1, enero 2017.
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Texto y fotografías de Sandra Hernández, arquitecta y fotógrafa. Su pasión por el tema urbano y su acontecer cotidiano le ha llevado a explorar el mundo desde estas dos disciplinas cuya práctica está estrechamente ligada: una complementa a la otra.
Cuando no está de viaje trabajando en algún proyecto, divide su tiempo entre las ciudades de Quebec, Canadá y Querétaro, México.
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