/ sábado 20 de enero de 2018

A orillas de la vida

Franco Vega es un teatrero queretano de toda la vida. Ingeniero, Cómico de la Legua y, desde hace un buen número de años, animador de su propio espacio teatral: La Cartelera. Pues, bien, a Franco Vega desde hace algunos meses le ha dado por buscar respuesta a un sinfín de interrogaciones que surgen cuando se bucea en la biografía y en el repertorio de los grandes dramaturgos. Lo hizo con Shakespeare y con Molière, y ahora ha dado un giro y lo está haciendo con una serie teatral sobre pintores: Picasso, Dalí, Diego Rivera, Frida Khalo y Van Gogh.

Aquí, por lo pronto nos ocuparemos de Van Gogh, y tarde o temprano le echaremos un ojo a toda la serie que ya ha subido a escena.

Haciendo mancuerna con Erick Fernando Estrada, alias Gato, el director y el actor abordan la esquizofrenia del pintor holandés desde el monólogo interior que ha escrito Guiomar Cantú quien, en su obra Autorretrato, Yo Van Gogh  establece el punto de vista en la tela de uno de los autorretratos del pintor, a la par que el personaje mismo se observa desde “un rincón de la mente, a orillas de la vida”, según reza la primera acotación de la obra.

He aquí algunas de las dificultades que plantea el texto en el tablero del escenario. El pintor/actor dice: “caigo en un abismo de mercurio” y todos sabemos la inconstancia de la forma del mercurio. El pintor/actor siente que “revienta la angustia en mil vacíos” y que en él penetra “una ráfaga de nada que lo desmorona todo” y en ese derrumbe encuentra “cien siluetas de mercurio”. Con estas citas basta para afirmar que la autora es toda una poeta y que los poetas explayan sus palabras sin miramiento alguno.

Las cien siluetas de mercurio nos traen a la memoria una pintura expuesta en el Museo Iconográfico del Quijote (Guanajuato) en la que se muestra la visión que el Ingenioso Hidalgo tiene de sí mismo en un espejo roto, en cuyos pedazos se mira íntegro y fraccionado al mismo tiempo. O sea que el cuadro proporciona una visión exacta de la esquizofrenia.

Semejante a lo que expone el cuadro es el reto que plantea el texto cuando el pintor/actor “cuelga su alma en algún rincón de la ventana” y encuentra “luciérnagas dentro de la tinta”. Afortunadamente Gato pone en escena sus músculos, sus tensiones y sudores, sus ojos frenéticos, sus babas  y sus garras que desgarran las telas y la camisa de fuerza, siendo él mismo tela de la pintura y camisa de su propia fuerza.

Tengo la impresión que muchas de las enseñanzas de Grotowsky están latentes en el trabajo escénico. El director polaco exigía que sus actores se sacrificaran en escena como “santones” en la pira del martirio, y Gato se sacrifica, se inmola en el laberinto de un esquizofrénico genial que patalea en un océano de óleo.

La Cartelera es un espacio íntimo. Fue diseñado para albergar obras de cámara y con esas limitaciones resulta generoso. En el caso de Autorretrato, Yo Van Gogh el espacio, además, termina siendo opresivo para la mente del pintor quien, a pesar de estallarse a sí mismo en las duras luces de Bengala de sus brochazos, implosiona y se reduce a una navaja, una oreja y unas cuantas manchas de sangre. Es ahí donde el atrevido vuelo de la pintura se mete en la camisa de fuerza del espacio escénico y nos conmueve.

Franco Vega es un teatrero queretano de toda la vida. Ingeniero, Cómico de la Legua y, desde hace un buen número de años, animador de su propio espacio teatral: La Cartelera. Pues, bien, a Franco Vega desde hace algunos meses le ha dado por buscar respuesta a un sinfín de interrogaciones que surgen cuando se bucea en la biografía y en el repertorio de los grandes dramaturgos. Lo hizo con Shakespeare y con Molière, y ahora ha dado un giro y lo está haciendo con una serie teatral sobre pintores: Picasso, Dalí, Diego Rivera, Frida Khalo y Van Gogh.

Aquí, por lo pronto nos ocuparemos de Van Gogh, y tarde o temprano le echaremos un ojo a toda la serie que ya ha subido a escena.

Haciendo mancuerna con Erick Fernando Estrada, alias Gato, el director y el actor abordan la esquizofrenia del pintor holandés desde el monólogo interior que ha escrito Guiomar Cantú quien, en su obra Autorretrato, Yo Van Gogh  establece el punto de vista en la tela de uno de los autorretratos del pintor, a la par que el personaje mismo se observa desde “un rincón de la mente, a orillas de la vida”, según reza la primera acotación de la obra.

He aquí algunas de las dificultades que plantea el texto en el tablero del escenario. El pintor/actor dice: “caigo en un abismo de mercurio” y todos sabemos la inconstancia de la forma del mercurio. El pintor/actor siente que “revienta la angustia en mil vacíos” y que en él penetra “una ráfaga de nada que lo desmorona todo” y en ese derrumbe encuentra “cien siluetas de mercurio”. Con estas citas basta para afirmar que la autora es toda una poeta y que los poetas explayan sus palabras sin miramiento alguno.

Las cien siluetas de mercurio nos traen a la memoria una pintura expuesta en el Museo Iconográfico del Quijote (Guanajuato) en la que se muestra la visión que el Ingenioso Hidalgo tiene de sí mismo en un espejo roto, en cuyos pedazos se mira íntegro y fraccionado al mismo tiempo. O sea que el cuadro proporciona una visión exacta de la esquizofrenia.

Semejante a lo que expone el cuadro es el reto que plantea el texto cuando el pintor/actor “cuelga su alma en algún rincón de la ventana” y encuentra “luciérnagas dentro de la tinta”. Afortunadamente Gato pone en escena sus músculos, sus tensiones y sudores, sus ojos frenéticos, sus babas  y sus garras que desgarran las telas y la camisa de fuerza, siendo él mismo tela de la pintura y camisa de su propia fuerza.

Tengo la impresión que muchas de las enseñanzas de Grotowsky están latentes en el trabajo escénico. El director polaco exigía que sus actores se sacrificaran en escena como “santones” en la pira del martirio, y Gato se sacrifica, se inmola en el laberinto de un esquizofrénico genial que patalea en un océano de óleo.

La Cartelera es un espacio íntimo. Fue diseñado para albergar obras de cámara y con esas limitaciones resulta generoso. En el caso de Autorretrato, Yo Van Gogh el espacio, además, termina siendo opresivo para la mente del pintor quien, a pesar de estallarse a sí mismo en las duras luces de Bengala de sus brochazos, implosiona y se reduce a una navaja, una oreja y unas cuantas manchas de sangre. Es ahí donde el atrevido vuelo de la pintura se mete en la camisa de fuerza del espacio escénico y nos conmueve.

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