/ miércoles 19 de junio de 2024

Apuntes teatrales | Cruce de caminos

"Roma al final de la vía" es una obra del dramaturgo sonorense Daniel Serrano, y su montaje en Colombia fue llevado a cabo por el maestro queretano Uriel Bravo,  luego de presentar "Río Ánimas…ánimas…ánimas"


Lo que uno quiere siempre choca con lo que uno puede. Y, allí, precisamente, reside el asunto de la insatisfacción. Yo, para evitarme colapsos innecesarios, siempre deseo poco y lo poco que deseo, lo deseo poco. Creo que esto ya lo dijo alguien y que me van a demandar por plagio. Pero bueno, si esto llegase a ocurrir, sería el hombre más feliz del mundo porque significaría que alguien lee estas barbaridades que escribo sin que venga a cuento. Total, deseo que esto ocurra. Deseo escribir algo tan provocador que incomode al establecimiento. Deseo escribir una canción tan flamígera que me paguen por no tocarla. Deseo hacer un montaje teatral tan polémico que haga que la Secretaría de Cultura suspenda la obra a mitad de la función. Deseo… ¿Qué? ¿Que esto último ya pasó? ¿Y en México? No puede ser. Qué indignante. Siempre se me adelantan por la derecha. Ya no inventaré el reguetón ni publicaré Los papeles del infierno. En lugar de eso, aprovecharé lo que queda de esta hoja en blanco para hablarles de una obra de teatro que me dio mucho qué pensar y que me dejó con un vacío en la panza por efecto de la desolación. Se trata de Roma al final de la vía del dramaturgo sonorense Daniel Serrano, cuyo montaje en Colombia fue llevado a cabo por el maestro queretano Uriel Bravo, el mismo que nos trajo Río Ánimas…ánimas…ánimas.

La primera vez que la vi, en el Teatro Municipal de Cúcuta, hace más de un mes, no pude evitar verla con ojos criticones: mirándole las costuras, tomando apuntes acerca de los vicios de forma y de fondo, especulando sobre las posibles variaciones interpretativas, imaginando posibles soluciones al tema escenográfico, redefiniendo las transiciones, corrigiéndole la iluminación, añadiéndole música, en fin, destruyéndola. Estaba en ese proceso de demolición cuando algo ocurrió en escena que hizo que mi proceso analítico saltara por los aires y me conectara de manera inmediata con la historia y con los personajes. El drama de irse o quedarse, de resistir o resignarse, de estar en movimiento o detenerse ya no estaba ante mis ojos, estaba en mis entrañas, era mío, lo sentía, y comencé a somatizarlo: primero con una risita nerviosa, después con un lagrimeo tímido y finalmente con un llanto irrefrenable, profundo y silencioso, de esos que lavan el alma.

Obvio que semejante sensación de abandono me deshabilitó para escribir esta reseña. No es posible escribir con el sentimiento. La academia me ha preparado para la objetividad y el análisis. Así que esperé a que la presentaran nuevamente. Esta vez fue en el Teatro Zulima con toda la gala y toda la pompa de estrenarse en semejante escenario, en el centro cultural de la ciudad. Esta vez estaba alerta. No llevé cuaderno de notas, no iba a tomar apuntes, iba a estar focalizado en la obra, ya la conocía, no me tomaría por sorpresa, estaba decidido a encontrarle la comba al palo, a descubrir sus secretos y, por su puesto, a revelarlos.

El presentador hizo los honores de manera brillante y jocosa y nos preparó para el acontecimiento. Hasta el dramaturgo nos saludó de manera virtual y nos autorizó para que le hiciéramos la retroalimentación. Ya tenía patente de corso para decir bestialidades, para escribirlas. El director también apareció en la proyección y nos ofreció sus mejores deseos. La expectativa se había creado y sólo faltaba que la luz se apagara, que salieran los personajes y que comenzará la ficción.

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Déyà vu. Nuevamente la obra me había pasado por encima y no tenía ninguna explicación. Algo en ella me dispara no sé qué traumas de la infancia o de la juventud o de la senectud o no sé qué putas y termino solo esperando el tren en un cruce de caminos entre la risa y el llanto.


Lo que uno quiere siempre choca con lo que uno puede. Y, allí, precisamente, reside el asunto de la insatisfacción. Yo, para evitarme colapsos innecesarios, siempre deseo poco y lo poco que deseo, lo deseo poco. Creo que esto ya lo dijo alguien y que me van a demandar por plagio. Pero bueno, si esto llegase a ocurrir, sería el hombre más feliz del mundo porque significaría que alguien lee estas barbaridades que escribo sin que venga a cuento. Total, deseo que esto ocurra. Deseo escribir algo tan provocador que incomode al establecimiento. Deseo escribir una canción tan flamígera que me paguen por no tocarla. Deseo hacer un montaje teatral tan polémico que haga que la Secretaría de Cultura suspenda la obra a mitad de la función. Deseo… ¿Qué? ¿Que esto último ya pasó? ¿Y en México? No puede ser. Qué indignante. Siempre se me adelantan por la derecha. Ya no inventaré el reguetón ni publicaré Los papeles del infierno. En lugar de eso, aprovecharé lo que queda de esta hoja en blanco para hablarles de una obra de teatro que me dio mucho qué pensar y que me dejó con un vacío en la panza por efecto de la desolación. Se trata de Roma al final de la vía del dramaturgo sonorense Daniel Serrano, cuyo montaje en Colombia fue llevado a cabo por el maestro queretano Uriel Bravo, el mismo que nos trajo Río Ánimas…ánimas…ánimas.

La primera vez que la vi, en el Teatro Municipal de Cúcuta, hace más de un mes, no pude evitar verla con ojos criticones: mirándole las costuras, tomando apuntes acerca de los vicios de forma y de fondo, especulando sobre las posibles variaciones interpretativas, imaginando posibles soluciones al tema escenográfico, redefiniendo las transiciones, corrigiéndole la iluminación, añadiéndole música, en fin, destruyéndola. Estaba en ese proceso de demolición cuando algo ocurrió en escena que hizo que mi proceso analítico saltara por los aires y me conectara de manera inmediata con la historia y con los personajes. El drama de irse o quedarse, de resistir o resignarse, de estar en movimiento o detenerse ya no estaba ante mis ojos, estaba en mis entrañas, era mío, lo sentía, y comencé a somatizarlo: primero con una risita nerviosa, después con un lagrimeo tímido y finalmente con un llanto irrefrenable, profundo y silencioso, de esos que lavan el alma.

Obvio que semejante sensación de abandono me deshabilitó para escribir esta reseña. No es posible escribir con el sentimiento. La academia me ha preparado para la objetividad y el análisis. Así que esperé a que la presentaran nuevamente. Esta vez fue en el Teatro Zulima con toda la gala y toda la pompa de estrenarse en semejante escenario, en el centro cultural de la ciudad. Esta vez estaba alerta. No llevé cuaderno de notas, no iba a tomar apuntes, iba a estar focalizado en la obra, ya la conocía, no me tomaría por sorpresa, estaba decidido a encontrarle la comba al palo, a descubrir sus secretos y, por su puesto, a revelarlos.

El presentador hizo los honores de manera brillante y jocosa y nos preparó para el acontecimiento. Hasta el dramaturgo nos saludó de manera virtual y nos autorizó para que le hiciéramos la retroalimentación. Ya tenía patente de corso para decir bestialidades, para escribirlas. El director también apareció en la proyección y nos ofreció sus mejores deseos. La expectativa se había creado y sólo faltaba que la luz se apagara, que salieran los personajes y que comenzará la ficción.

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