Aquellos telegramas amarillos…

Vitral

Alfonso Franco Tiscareño

  · miércoles 19 de junio de 2019

Seguido llegaban a casa telegramas. Eran de mi papá, dirigidos a mi madre, avisando que tardaría en volver o que ya le había mandado algún dinero, o giro, como se decía entonces. Recibir uno era todo un ceremonial. Tocaba la puerta un hombre uniformado que avisaba que traía un telegrama. Era una emoción diferente recibir un telegrama o una carta. El primero era más concreto, más directo, más corto. Firmabas de recibido y abrías el sobre con desesperación. Adentro, un papel amarillo, membretado, te esperaba. Te detenías otros segundos para desdoblar cuidadosamente el envío.

En aquel tiempo, la compañía encargada de este servicio era Telégrafos nacionales, ¿todavía existe esa institución? Creo que ahora es Telecomm, no estoy muy seguro, pero ya no tiene que ver con aquella de mi infancia. En ese entonces un telegrama cumplía una función de comunicación muy relevante. Ahora, si preguntas a un joven si sabe lo que es uno, te dirá que no. Jamás los han visto.

Los telegramas fueron muy importantes durante poco más de un siglo. El telégrafo, invento de Samuel Morse, llegó a Mexico en 1850, apenas diez años después de haber sido creado. Vino a revolucionar los sistemas de comunicación en el mundo y en el país. Y en el impulso para su crecimiento a nivel nacional se vieron involucrados nombres que van desde Mariano Arista, hasta Benito Juárez y Porfirio Díaz, pasando por Maximiliano de Habsburgo. En el desarrollo y evolución de las comunicaciones, el telégrafo fue de vital importancia. Y la gente lo vivió en carne propia como parte de la modernidad de la sociedad mexicana.

Debí haber guardado uno, un ejemplar de entre tantas cosas que han desaparecido, pero ¿quién piensa en el futuro? ¿Quién está consciente de que todo se mueve, cambia y se transforma? En ese presente crees que todo seguirá como es ahora, que así será siempre, a pesar de que la realidad te muestra a diario que no es así. ¿Cuántas cosas que tuve serían tan valiosas hoy, en varios sentidos, si las poseyera? Y no sólo por un valor monetario. Por ejemplo, cómo quisiera haber atesorado uno de aquellos telegramas que papá le mandaba a mi mamá. Pero ya no hay forma, ya todo aquello ha pasado, no existe más. Sólo en la memoria, que es tan frágil y acomodaticia. Recuerdo que eran mensajes muy concretos y hasta aparentemente fríos. Textos que siempre dejaban ver algo de la personalidad del emisor. ¿Tendrían escrito un “te quiero”, o un “te amo, te necesito, te extraño, besos a los niños”? O se limitarían al frío mensaje de “ no voy a poder ir, luego te mando el dinero, saludos”.

Nunca mandé un telegrama, no sé exactamente cómo era el mecanismo. ¿Se dictaban? ¿Se escribían previamente? Creo que sí. ¿Qué cara pondría el telegrafista al escuchar que un aparentemente seco y serio caballero dijera: “Te extraño mucho. Punto. Eres mi vida entera. Punto. Te mando todo mi corazón y muchos besos en tu trompita. Punto”. ¿Se haría el desentendido, disimulado, o por dentro diría: “mira que coquetón, quién lo viera”, o bien podría haber dicho: “mira nada más, qué tipo más cursi”. Y al que dictaba, ¿le valdría gorro? O lleno de represión se limitaría a enviar un gélido: “nos vemos pronto”.

Recuerdo que mi mamá tenía guardados, en su viejo ropero, un montón de telegramas. Amarrados con una liga gruesa, reposaban tranquilamente en un oscuro rincón. Y a veces, en esas mañanas que me quedaba solo en casa, iba al ropero, tomaba el paquete, le quitaba la ligota y sacaba de sus sobres aquellos telegramas de color amarillo, tanto por el papel original, como por las huellas irreversibles del tiempo, pero no me acuerdo qué decían. Sólo recuerdo que eran textos muy cortos, y aquellos dobleces precisos de las hojas, que sabrosamente iba desdoblando para luego dejarlos exactamente como estaban al principio, y no tanto por miedo, sino por el placer de imaginar el proceso de doblado, y porque sabía todo lo que representaban: una ilusión, una espera, una buena noticia, una esperanza, una presencia, unas palabras.

No sé si recuerdo bien, mi memoria se ha borrado un tanto desde entonces, creo que los repartidores utilizaban un silbato, sí, incluso me parece escuchar su peculiar sonido. Escuchabas ese sonido y bien condicionado corrías a la puerta con todas las ilusiones tras de ti.

Luego ibas a la oficina de telégrafos a dar respuesta al telegrama. No era como ahora, que al siguiente segundo ya estás respondiendo a los mensajes en las así llamadas redes sociales. Antes todo era una inversión de tu tiempo, dinero y espacio físico, átomos, pues. Dependiendo hasta dónde tuvieras que ir podías invertir mínimo dos o tres horas del día en la ida y vuelta a tu casa. Por ahí aprovechabas para comprar o pagar algo. Todo eso pasa ahora borrosamente en mi memoria. Había que gastar en los pasajes, aunque en aquellos tiempos -¿1966?- , el costo del transporte público era muy barato, creo que 25 centavos, o algo así. Camiones casi vacíos en los que no había temor de que algún rufián te atracara.

Y la respuesta al telegrama recibido cómo me alucinaba. Primero lo ensayabas en un papelito, para que no te equivocaras, porque cada palabra tenía un costo. Tú mismo -diría Marshall McLuhan- te convertías en la máquina, en el telegrafista, y esa forma de comunicación invadía tu cuerpo. Eran la extensión uno del otro. Eras el sonido del golpeteo, eras el papel. Eras punto y raya. Lo más vaciado era cuando lo tenías que dictar al que tomaba la nota para convertirlo al código Morse. Recitabas literalmente el mensaje, corto, concreto. Y al pronunciar el punto final era mi acabose, no sé porqué, casi un momento de éxtasis. Yo no dictaba, porque no era quien mandaba los telegramas, pero observaba y escuchaba con una atención desconocida. “Mensaje recibido. Punto. Veré lo que me encargas. Punto. Los niños están bien. Punto. Nos vemos el viernes. Punto. Saludos. Punto.”

Dependiendo de cada quien y de sus circunstancias era la forma que tomaba la redacción del telegrama. Con calidez o con frialdad. Cuántos recuerdos y cuántas noches en que empecé a captar el porqué de los insomnios de mi madre. Me daba cuenta de que ella no dormía muy bien. Se levantaba al baño varias veces durante la noche, o se levantaba a prepararse un té de pasiflorina o de tila para conciliar el sueño. Y todo era por las preocupaciones. Seguro pensando en qué andaría haciendo mi papá, ¿estaría con alguien? Además de que el dinero que había dejado para el gasto se acababa pronto, y luego qué haríamos. El trabajo de agente de seguros de papá hacía que se ausentara por días, y cuando se iba muy lejos, eran esperas de hasta por semanas, y aunque antes todo era mucho más barato, para las familias de clase media baja siempre ha existido la angustia del dinero que no alcanza. Las semanas se van muy rápido, y el dinero con ellas. Así que cuando ya se estaban acabando los centavos -como decía mi papá-, la llegada de ese telegrama, anunciando el envío de un giro u otra remesa, era esperado con ansia. Los días eran tan largos o tan cortos como dinero había en el monedero. Y no había quién prestara, más que los agiotistas… o el monte de piedad, que es lo mismo.

Por eso había guardados tantos telegramas en el ropero, eran comunes en la casa. El trabajo de mi padre así lo ameritaba. No teníamos teléfono. En ese entonces no cualquiera tenía de esos telefonotes que ahora sólo se ven en las películas. Tampoco hablar por teléfono a larga distancia era fácil en aquellos tiempos, aunque ahora pueda sonar un poco extraño, antediluviano. A veces marcaban a la miscelánea de la esquina, que sí tenía teléfono, y venían a avisar corriendo que teníamos una llamada de larga distancia y había que ir, también corriendo, a ver quién llamaba, aunque el único que lo hacía, y eso muy rarísima vez, era mi papá. Era más fácil enviar telegramas amarillos, que luego se volvían más amarillos con el paso de tiempo, como los recuerdos, los sinsabores, las nostalgias…

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