¡A comer, bailar y gozar, que el mundo se va a acabar! Refranero popular.
Del recetario y del buen yantar: La gastronomía fue un híbrido de productos americanos, europeos, árabes, asiáticos, africanos, entre otros. Donde se crearon, recrearon y se inventaron prácticas culinarias con las recetas virreinales y prehispánicas. Resguardadas celosamente en conventos y en tradiciones gastronómicas regionales. Se cumplía con las obligaciones religiosas, por supuesto, sin dejar de halagar el paladar de los comensales. Así encontramos bizcochería para la Cuaresma, los caldillos y sopas de haba, camarón y lentejas; las tortas de papa, de calabaza deshidratada y de pescado. Torrijas y las frutas. La surtida panadería para acompañar el chocolate de la merienda. Los platillos de fiestas patronales y días de guardar toda vez que “el buen alimento cría entendimiento”.
Aromas, sabores, colores, que se desprendían volátiles desde la cocina; donde había un trajín de expertas cocineras y sus ayudantes, quienes se movían eficaces entre pucheros, peroles y braceros. El aromático humo azulado invariablemente invadía una parte de la estancia, mientras se muelen, baten, cortan, despuntan y adornan diversos comestibles. Pisos de ladrillos bruñidos por afanosas manos; Talavera en los detalles de las mesas, paredes y el marco del horno abovedado donde sale el dorado pan. El techo de bovedilla para dar salida al humo del fogón y las calderetas, dos ojos de buen en cada lado de la cocina y a diferente distancia, que moderaban las corrientes de aire y no permitían el estanco del humo de la leña o el carbón. En otra sección de la cocina, empotrada, la alacena para guardar los orejones, frutas secas, embutidos en vitroleros, grageas, semillas, costalitos de sal, harina, azúcar, café. Hay almendras, pasas, ajonjolí y aceitunas; el aceite de oliva en un contenedor mozárabe y el vino en un bien curtido odre. Especieros que guardan delicadas hierbas para dar un sabor especial a las viandas que ahí de preparaban. Colgado de la viguería el garabato, con fiambres sazonados - a la vista del gato-. pero alejado de su apetito felino.
Estudio para pintar un bodegón: las Cazuelas de barro, las tinajas de Tonalá con su característico color sepia y figuras en negro y rojo; labrillas, morteros, bateas de madera, jícaras policromas de laca o maque y chiquihuites, Todo al servicio de los sentidos para el disfrute del ritual gastronómico. En otra parte los molcajetes y metates donde se actualiza cotidianamente un ritual gastronómico milenario. Aventadores de palma, tenazas, carbón y leña. Un trastero decorado, contenía gozoso las vasijas y ventrudas ollas de barro, la Talavera de Puebla donde se servirá a la hora precisa el aromático, espeso, espumoso y caliente chocolate, el mole en alguna de sus decenas de interpretaciones. Desde el rincón llegaba un sonoro ritmo líquido de la piedra monolítica y porosa donde se decanta el agua.
Cocinas dispuestas con una serie de artefactos, que convivían entre las orondas ollas y cazuelas. La fritolera, el caso y las calderetas entre los fuegos del hogar donde eran cocinadas los pescados, las aves, los cocidos de res y los cerdos. En la mesa de fiesta no faltaba las barbacoas y su pulque fino y curados de piñón, de frutas o de alguna hortaliza. Salsas y guarniciones de arroz con frijoles. Para el otoño, los platillos para los difuntos. Todo por supuesto con sus ingredientes necesarios, medidos como “un pellizco de dos deditos”. Para los tiempos de cocción perfectos se recomendaba rezar tres credos; o dos padres nuestros para que “quede a punto” el platillo. Manos morenas laboriosas, atentas a las porciones, a los recaudos señalados, la "cuchara al ras", las "tres espolvoreadas", el amasar hasta que se "vea porosa la masa". Una guía minuciosa se encuentra el Recetario de Dominga de Guzmán, de la época novohispana, donde muestra docenas de maneras de preparar la masa para biscochos y pastelillos finos; también los biscochos con queso, chocolate, avellanas, almendras, castañas o con limón y naranja. Sin duda es cierto que “pan, uvas y queso, saben a beso”.
Para los festejos con sus tiempos de abastecimiento de los víveres, la preparación de los alimentos en las cocinas; la disposición del refresco para los saraos: jamaica o limón con chía, horchata; aguas frescas con el sabor de guindas, de rosas, agraz, de anís. Salida del claustro conventual el agua arzobispal y el agua divina. Anfitriones con esmero sirviendo los platillos y bebidas. En algunos estratos sociales privilegiados realizaban el servicio los mozos -con libreas adornados con alamares dorados-. A través del torno, el servicio ofrecía las exquisiteces de la cocina mestiza y criolla. Otro lujo que se exhibía era la cubertería de plata para el servicio de mesa. Las porcelanas para el té y el café. Las copas de Burano o de Bohemia para los licores y vinos generosos o amontillados. Salones engalanados con arañas, que hacían refulgir el espacio. Pantallas de plata y aparadores, fuentes de fina loza. Platos de porcelana, que fueron traídos por la Nao. Atmósfera de mil aromas entremezclados, diversos, picantes, untuosos, volátiles, que el olfato es capaz de distinguir para después hacer participar a los demás sentidos. Cocineras y comensales buscando dentro de esa sensualidad el placer de la elaboración de los platillos y su posterior degustación, rociado con vinos porque in vino veritas -En el vino está la verdad-.
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En la Gaceta de Literatura, J. A. Alzate en las postrimerías del siglo XVIII recomendaba el consumo de platillos de la cocina ancestral a base de nopales cardones, biznagas, órganos, garambullos y pitahayas para una alimentación saludable y a bajo costo. Publicó recetas de sopas: de arroz, de harina de trigo con verduras y recaudo de legumbres vísceras o migas de pan. ¡Al alcance de todos los bolsillos! Finalmente, como decían las abuelas “todo con medida”. J. I. Barlotache –médico de profesión–, en una nota del Mercurio Volante (1773) advertía que “los excesos abrevian el número de nuestros días”, ser prudentes en comer solo lo necesario y prevenir enfermedades y la muerte; ya se sabía que de “golosos y tragones…” El queretano Wenceslao Barquera dirigiéndose a las, chiqueonas, regalonas y golosos; escribió en el Semanario Económico (1810) que: “no hay cosa que no sea funesta cuando se abusa de ella”. Sin embargo: “tripa vacía, corazón sin alegría”.
Reflexión: El artículo muestra una pequeña parte de las prácticas alimentarias cotidianas de los novohispanos de un amplio universo, con sus diferencias en el ámbito rural y urbano, conventual y hospitalario entre otros. Hay que tomar en cuenta, las posibilidades económicas para adquirir los productos, los gustos y refinamientos étnicos y regionales y sus fusiones. A través de los cronistas y viajeros conocemos el deslumbramiento que les causaron los mercados; los abundantes y variados frutos de la tierra y la adaptación de los traídos de ultramar. Sabores, aromas, colores que son parte de nuestra cultura gastronómica contemporánea.
Desde Anbanica - Teocalhueyacan. Mayo de MMXXIV.