Hay textos que pasan desapercibidos. Apenas si son leídos, y cuando se leen, suelen ser incomprendidos. Sin embargo, hay algo en ellos que mantiene un hálito de incertidumbre: el rastro de su autor. El babirusa no cesa, en ese sentido, de husmear en los textos de este talante. Camina de aquí hacia allá y de allá hasta cualquier punto, equidistante forma de aletargar su inseguro paso. Nervioso, casi perturbado, husmea entre las huellas de tinta negra (rastros débiles) que conforman la página tejida de sintaxis.
Sabe que donde hay una palabra estuvo antes alguien que la pensó. Pensar es hacer que la existencia se vuelva sobre la irredenta imaginación que la des-cubre. Así, los límites del texto deambulan cerca del vacío. Cualquier momento puede ser fatal para la lectura. Hay caídas de las que nunca se puede uno levantar, por ejemplo las de la reflexión existencial. Una vez pensada la existencia (pensada de manera profunda) no es posible regresar a la ingenuidad de los días vacuos en los que apenas si se sobrevivía sin leer.
Por eso, ser desde el leer, o ser-para-leer, da igual. Los ríos de tinta tienen límites dinámicos. Lo mismo sucede con la existencia que es fugacidad cuando se lee. El babirusa lo sabe bien: de ahí que sus pasos nunca dejen de ser precavidos cuando husmea-lee. El rastro es seguro, sólo hace falta descifrar el camino de donde viene y al que se dirige. Hay que tomar en cuenta que los renglones no siempre son horizontales, los hay también curvos y no siempre equidistantes; inexistentes para miradas absolutas.
Los parientes —sinonímicos— del babirusa (cerdo, jabalí, pécari, facóquero, potamochoerus…) no tienen la mutación que le es característica. Su doble existencia |cerdo-ciervo| lo hace ser un lector doble: va tras el autor y, a la vez, recorre un camino en donde sólo está su propia existencia-lectora. ¿Soledad al leer, o leer para reafirmar la soledad? La pregunta recrea la realidad.
En cualquier caso, la respuesta no impide que el babirusa construya su propia dióptrica (al estudiar la refracción de la luz en la página); porque no cesa de rastrear la imaginación del autor a través de los ʻclarosʼ en la página escrita. Y aunque su trabajo no enmohece el texto, la marca indeleble del que se afirmó a través de la palabra escrita sí varía. De ahí que todo termine en un intento fallido de distopía: el reino del silencio no está disociado del de la voz que calla.
Así, amanecer es volver a intentar la embestida del olfato que también es vista para la isotropía, pues las propiedades físicas no dependen de la dirección en que son examinadas. Es por ello que el olfato del babirusa puede determinar desde cualquier lugar (y ángulo) la distancia entre el autor y el lector. Al final quedará una invariancia en una variedad diferenciable de ideas.
Mientras tanto la óptica del babirusa sigue recorriendo la selva de las letras. Algunas palabras detienen su marcha al advertir el olfato del babirusa. Otras, en cambio, apresuran el paso para alejarse lo antes posible de aquella página. Pero la mayoría no se mueve. Queda agazapada entre párrafos inconmensurables. Momentos ahítos de gramática volátil, pequeñas férulas para «ser» al «leer».
El animal sigue en el claro de la selva, cerca de los pantanos en que permanecen algunos signos nómadas de puntuación. Las comas y los puntos son impredecibles, no siempre están en donde deberían estar. De ahí que el rastro incluya los límites que impone la naturaleza de la voz escrita. Aparece un sexto sentido reorientado. La página puede ser más de una página.
En todo caso, la certeza que da la forma es producto de la insistencia en el husmear. Verosimilitud es espacio delimitado. Línea que recorre el espacio geométrico de lo que se leyó. Por aquí pasó el escritor. Estas son sus huellas. Más allá se observan algunas imágenes que seguramente se le cayeron al escribir. Quizá eran para otra página, quizá no eran para ninguna. Pero están aquí, perdidas, en alguna parte de esta página. Eso es lo que importa. Su estado casi inerte se debe —quizás— a la falta de argumentos o ilación con respecto a otras frases. Después de todo el escritor no es autor de todo lo que se puede encontrar en la página.
El babirusa (como ʻsuidaeʼ, familia de los artiodáctilos a la que pertenecen los cerdos) sabe bien lo que esto significa: el rastro se ha bifurcado. Han surgido —al menos— dos posibilidades de lectura. En alguna de ellas puede aparecer la mano del lector, es cierto, mano que deja huella en la mirada; e impronta, en el pensamiento. Pero también puede aparecer el mismo babirusa como lector aciago.
El caso es que después de leer-husmear el rastro prístino del autor, el babirusa lame sus patas: sabe que en ellas puede encontrar otro tipo de rastro. Caminar por las páginas con patas de cerdo, en especial de babirusa, hacen que se afile el olfato. Y aunque las pezuñas no tienen modo de olfatear, remueven los moldes escriturísticos de la página. De ahí que el animal suela olerse sus patas constantemente. Forma por demás difusa de saber si se ha empezado a caminar, o si todavía deambula por las mismas imágenes del autor.
En todo caso, el babirusa ha desviado la mirada. Ahora se ve —se considera— como rastro del escritor, pues aquél dejó su impronta en la manera de percibir la realidad. Toda lectura es, en este sentido, una forma de reemprender el camino. Y eso lo sabe el babirusa. Empezó siguiendo el rastro del autor, pero ahora sigue su propio rastro. La posibilidad de que encuentre uno u otro es igual. La página, sin embargo, permanece igual. Al menos durante el tiempo en que llegue otro animal que descubra un nuevo rastro que seguir.