Me hago a un lado cuando la estampida de letras viene hacia mí. Las palabras no tienen misericordia, son despiadadas cuando se unen en un solo cuerpo que golpea como ariete enfurecido. Por eso leerlas no es ingenuo (nunca lo ha sido). Sus cuerpos (moldes-musculosos en grama-libre) se llevan todo a su paso, en especial a los lectores desprevenidos o poco avezados en el arte de reflexionar (muchos lectores, como diría Schopenhahuer, sólo se alimentan de las ideas de los demás). Al final sólo queda una idea en el campo yermo del lector.
En todo caso la descarga fue inmisericorde, devastadora. Muchas ideas que creíamos seguras, como parte de nuestro pensamiento, fueron aniquiladas al paso violento de la estampida. Sólo el polvo se atrevió a permanecer en el límite. La realidad se volvió fantasmagórica, ilusoria, llena de nada.
Y en este campo desierto,a pesar de todo, una línea se mueve. Voz-abierta que delinea siluetas sonoras que aún laten. Realidad insegura que avanzan a galope de búfalos-letras. La estampida no deja nada a su paso; sin embargo, sus huellas son imborrables: su rastro, en ese sentido, provoca nuevos derroteros de tinta que explotan al contacto de la mirada que no deja de leer. Y ninguna página es capaz de detener estas intenciones, ni siquiera la que aún no ha terminado de ser escrita.
La realidad se reacomoda, las líneas no dejan su pesada carga, nada detiene a los lectores: aun temblando se levantan casi muertos, alzan la intención y reemprenden la lectura (los golpes —nuevas reflexiones— llenan de vacío al ser-lector). Sostienen exiguos las páginas leídas; trillan con la mirada nuevas palabras, sangre que revitaliza sus voces interiores. Voz de papel que tiñe de nueva fuerza la intención lectora. La estampida vuelve a resurgir en la pradera.
Después de un rato, sin embargo, los ojos regresan a los llanos ya leídos. La relectura nunca cesa. Las palabras descubren constantemente intenciones no declaradas. Aparecen fragmentos de luz entre manchas de tinta-idea. Entonces las repeticiones se abajan, como_estos_guiones_que_aminoran_la_realidad_escriturística.
Surge un nuevo rastro. Florecen intenciones lingüísticas. No importa que se hayan dicho cientos o miles de veces. Nada se repite de manera total. Siempre hay la posibilidad de que el espacio sea reinventado. Recuperación constante de un ser que deambula entre el no-ser, espejo infinito que implota en la tarde. Simbiosis —en fin— que recrea a Kafka escribiendo en el libro de arena de Borges.
Por eso la realidad es irremediable. Los búfalos en estampida siguen su curso; los lectores seguimos el nuestro. Pero, ¿cuál es nuestro camino? ¿A dónde dirigir los pasos después de una estampida de búfalos enloquecidos? Es cierto que hay más páginas para leer, pero eso no significa que podamos llegar sanos y salvos hasta ellas, o que necesariamente sigamos un mismo rastro cuando leemos.
Lectura leída, leída realmente, madeja que echa raíces en improntas próximas a nacer en el papel de la cabeza. La incertidumbre alza la voz y escribe en el interior. Aparecen ante la vista —entonces— nuevas posibilidades de ser «ser». Constante e irremediable realidad desde una lectura que también se vuelve estampida.
Todo es avasallamiento: papel, palabras, lectura, reflexión…; identidad en juego. ¿Cómo ser uno mismo después de haber sido arrollado por una estampida así? Máquina-letra que embiste y derrumba cualquier seguridad monolítica. En este sentido todo puede suceder, la realidad está abierta: el texto se extiende hasta el final de nuestras intenciones y posibilidades.
Abrir y cerrar de puertas en llanos de papel no-inescrutable, desde cualquier seguridad fáctica con la que se pudiera afirmar o negar la realidad del texto. ¿Hasta dónde su veracidad como intención discursiva? ¿Hasta qué punto la realidad que crece? Ni siquiera los umbrales prohibidos del Paraíso pueden detener el ímpetu de los bisontes cuando corren por las praderas de la página. Cada pata en movimiento es una realidad que hoya la no-digresión.
Sendero que bifurca la unidireccionalidad del movimiento, recreando nuevas rutas que conducen hasta la sustancia del escrito. De ello se colige que la sustancia escrituraria es germen en la lectura: porque no hay univocidad metafísica que logre borrar las huellas como intención (poiesis in situ) tanto escrituraria como lectora.
Lo que queda —en todo caso— es un rastro abierto que configura el destino del lector. Aquí una palabra, seguida de una fila interminable de ideas vestidas (escritura de barro no cocido). Allá un espacio, que puede significar un rostro hecho de palabras —inclusive— sin matices.
Moldes siempre huecos, suspendidos; líneas gramaticales con las que se crean y recrean semanticidades inhiestas. Formando instantes infinitos con los que recrear textos y contextos para los búfalos en estampida.
En suma: abrir y cerrar de palabras escritas. Caída que provoca la necesidad de estar yerto, rezumando un aliento lleno de polvo cósmico; palabras para el papel, donde también dejamos nuestras huellas de intención-lectora.