/ lunes 23 de abril de 2018

Burro anaranjado en el desierto / Palabras para beber

A salud de los catorce años de Barroco

El burro anaranjado está en un muro del Gómez Morín. De hecho el muro es el que se ha valido del burro para cobrar [obrar] un nuevo sentido. Ya no se mira͜ al͜ muro; modificación: se mira͜ al͜ burro que está en el muro; sin embargo, el muro es la parte que le da cuerpo al burro (corporeidad es temeridad). Lo mismo sucede con las palabras: habitan una página que todos ven; pero casi nadie las ve a ellas. Hay que observar la sucesión infinita de moldes gráficos que construyen y deconstruyen ideas: abecedario arquitectónico que en dínamo reconstruye, una y otra vez, un rostro discursivo ajeno.

Mi mirada sigue al burro. Lo miro transportando agua —qué más podría ser—. Pero cuando lo veo con más detenimiento, su apariencia se modifica. Entonces me doy cuenta de que no sólo es agua lo que va cargando: también son ideas, ideas diversas y contrarias: húmedas y secas, vivas y muertas, pariendo y siendo estériles. Esto hace que las palabras se muevan (en las mentes de quienes las ven-leen) en forma antagónica. Las miradas se convierten —entonces— en fragmentos de un ser-siendo maniqueo. Así pululan y pernoctan, entre silencios de filo azul.

El «líquido vital» pasa a ser, en este sentido, idea-de-líquido-vital. Ya no es sólo agua en sí, sino la necesidad de comprender lo valioso que es este líquido para sobrevivir: el agua se ha convertido en un para sí. Unión ontológica desde la que aparece un ser-siendo lector |la palabra como líquido vital|, abrevando de aquella idea-de-agua para comprender que su sed es infinita ¿Se puede saciar la sed de leer?

Se necesitan muchos más burros anaranjados transportando agua en medio del desierto, para modificar el pensamiento; haciéndole entender que no se puede vivir con el agua que se bebió ayer, ni con lo que se leyó hace una semana. El agua es vital porque no tiene final. Palabra piel-para-beber constantemente | Imaginación circular.

Y es que es esta agua y este burro son los que des-cubren el texto escrito. De hecho lo redescubren y reorientan, de acuerdo a la cantidad de agua-palabras-ideas que haya leído el lector. Movimiento circunstancialmente unidireccional para sobrevivir a la página que se ramifica en cada una de las miradas que la habitan.

Burro / Página-en-blanco | Transporte en el que viajo agarrado del lomo de la bestia. Forma des-cierta | des-ierta | de-si-[antes]-yerta | y nunca yerta antes de ser cierta. Movimiento de palabras sustanciales que transporta el burro, para una nueva vitalidad lectora. Cuerpo vitral que se vuelve vital al permitir que la luz se vuelva prisma antes de pernoctar en el silencio de la reflexión. Camino para forjar desiertos que claman por nuevas aguas. ¡Salud por la luz que bebemos de la página!

Pero volvamos al burro. Sus patas indican movimiento. Un movimiento infinito que no avanza, que no va a ningún lugar. La idea del burro es la idea de la página. ¿Hasta dónde llega el texto que se lee? ¿Podría afirmarse que termina con el punto final? ¡Ay ingenuidad de grama in situ! No hay textos inamovibles. A todos ellos el movimiento les da sustancialidad y circunstancia lectora. Quizá por eso las patas del burro son colores opuestos. El oscuro es un existir dentro de la luz, y ésta (la luz latente) no es más que el recubrimiento de un oscuro constante, casi imperceptible.

La página se sigue leyendo a través del viaje del burro. Su ojo parece mirar hacia un abajo infinito, donde la posibilidad de reconstruir el texto no pueda ser subsumida por el manto de lo irreal. Por eso la circunspección de su paso. Para asegurar que el líquido que transporta llegue a su destino final. Leer, en este sentido, no es sino la continuación del viaje del burro anaranjado.

El texto crece cuando se lee. Se avanza hasta el desierto tan sólo para reorientar algunas ideas prístinas. Abducción que implica un des-imbricar el texto del texto. Hacerlo agua para beber, pero no agua para siempre. Las palabras tendrán que conformar su propio derrotero. Nada puede llegar a su destino sin antes haber modificado su «ser», el ʻcaminoʼ y el mismo ʻdestinoʼ. Espacio-tiempo que se curva al leer.

A partir de lo anterior se colige que los burros sean animales necesarísimos para transportar el líquido más vital que el hombre pueda necesitar: la palabra que descubre su propia palabra. Sin ella el agua sería sólo agua, el burro no sería anaranjado, y el desierto sería solamente un lugar inhóspito.

Pero la palabra es consustancial no sólo al hombre que habla, también lo es para quien desde el silencio aparece en medio del desierto, haciendo un estruendoso silencio, lleno de cimas que apagan simas, y sierras que sierran sierras. Así la polisemia se recrea en los homónimos. De ahí que la lengua que transporta el burro sea otra lengua.

El burro sigue su camino, yo voy con él. He sustituido a la mujer que va a su lado. Soy las garrafas que contienen el agua. Me he convertido —incluso— en el mismo burro. Soy yo quien transporto el líquido para no morir de sed. Llevo en mi lomo el agua para sobrevivir en el desierto. El desierto —por su parte— se ha convertido en una carga más que llevo a donde voy.

Soy —en suma— el burro anaranjado porque leo. La metamorfosis como aprehensión-escriturística es resultado de mis andanzas por desiertos continuos, yermos en los que la soledad de la letra se hace cómplice de la imaginación (mi imaginación sedienta). Esto es causa —me guste o no— de que el texto me haya dado vida para seguir leyendo.

Sin él (sin el texto que leo), la realidad sería otra. Quizá el burro sería una nube y el agua sería la noche. Entonces —sólo entonces— beberíamos oscuridades llenas de imaginación. Pero por ahora la realidad es esta imagen de burro anaranjado, imagen que se ha metido en mi necesidad de ser desde el texto que leo; desde esta necesidad de leer para no morir de sed.

A salud de los catorce años de Barroco

El burro anaranjado está en un muro del Gómez Morín. De hecho el muro es el que se ha valido del burro para cobrar [obrar] un nuevo sentido. Ya no se mira͜ al͜ muro; modificación: se mira͜ al͜ burro que está en el muro; sin embargo, el muro es la parte que le da cuerpo al burro (corporeidad es temeridad). Lo mismo sucede con las palabras: habitan una página que todos ven; pero casi nadie las ve a ellas. Hay que observar la sucesión infinita de moldes gráficos que construyen y deconstruyen ideas: abecedario arquitectónico que en dínamo reconstruye, una y otra vez, un rostro discursivo ajeno.

Mi mirada sigue al burro. Lo miro transportando agua —qué más podría ser—. Pero cuando lo veo con más detenimiento, su apariencia se modifica. Entonces me doy cuenta de que no sólo es agua lo que va cargando: también son ideas, ideas diversas y contrarias: húmedas y secas, vivas y muertas, pariendo y siendo estériles. Esto hace que las palabras se muevan (en las mentes de quienes las ven-leen) en forma antagónica. Las miradas se convierten —entonces— en fragmentos de un ser-siendo maniqueo. Así pululan y pernoctan, entre silencios de filo azul.

El «líquido vital» pasa a ser, en este sentido, idea-de-líquido-vital. Ya no es sólo agua en sí, sino la necesidad de comprender lo valioso que es este líquido para sobrevivir: el agua se ha convertido en un para sí. Unión ontológica desde la que aparece un ser-siendo lector |la palabra como líquido vital|, abrevando de aquella idea-de-agua para comprender que su sed es infinita ¿Se puede saciar la sed de leer?

Se necesitan muchos más burros anaranjados transportando agua en medio del desierto, para modificar el pensamiento; haciéndole entender que no se puede vivir con el agua que se bebió ayer, ni con lo que se leyó hace una semana. El agua es vital porque no tiene final. Palabra piel-para-beber constantemente | Imaginación circular.

Y es que es esta agua y este burro son los que des-cubren el texto escrito. De hecho lo redescubren y reorientan, de acuerdo a la cantidad de agua-palabras-ideas que haya leído el lector. Movimiento circunstancialmente unidireccional para sobrevivir a la página que se ramifica en cada una de las miradas que la habitan.

Burro / Página-en-blanco | Transporte en el que viajo agarrado del lomo de la bestia. Forma des-cierta | des-ierta | de-si-[antes]-yerta | y nunca yerta antes de ser cierta. Movimiento de palabras sustanciales que transporta el burro, para una nueva vitalidad lectora. Cuerpo vitral que se vuelve vital al permitir que la luz se vuelva prisma antes de pernoctar en el silencio de la reflexión. Camino para forjar desiertos que claman por nuevas aguas. ¡Salud por la luz que bebemos de la página!

Pero volvamos al burro. Sus patas indican movimiento. Un movimiento infinito que no avanza, que no va a ningún lugar. La idea del burro es la idea de la página. ¿Hasta dónde llega el texto que se lee? ¿Podría afirmarse que termina con el punto final? ¡Ay ingenuidad de grama in situ! No hay textos inamovibles. A todos ellos el movimiento les da sustancialidad y circunstancia lectora. Quizá por eso las patas del burro son colores opuestos. El oscuro es un existir dentro de la luz, y ésta (la luz latente) no es más que el recubrimiento de un oscuro constante, casi imperceptible.

La página se sigue leyendo a través del viaje del burro. Su ojo parece mirar hacia un abajo infinito, donde la posibilidad de reconstruir el texto no pueda ser subsumida por el manto de lo irreal. Por eso la circunspección de su paso. Para asegurar que el líquido que transporta llegue a su destino final. Leer, en este sentido, no es sino la continuación del viaje del burro anaranjado.

El texto crece cuando se lee. Se avanza hasta el desierto tan sólo para reorientar algunas ideas prístinas. Abducción que implica un des-imbricar el texto del texto. Hacerlo agua para beber, pero no agua para siempre. Las palabras tendrán que conformar su propio derrotero. Nada puede llegar a su destino sin antes haber modificado su «ser», el ʻcaminoʼ y el mismo ʻdestinoʼ. Espacio-tiempo que se curva al leer.

A partir de lo anterior se colige que los burros sean animales necesarísimos para transportar el líquido más vital que el hombre pueda necesitar: la palabra que descubre su propia palabra. Sin ella el agua sería sólo agua, el burro no sería anaranjado, y el desierto sería solamente un lugar inhóspito.

Pero la palabra es consustancial no sólo al hombre que habla, también lo es para quien desde el silencio aparece en medio del desierto, haciendo un estruendoso silencio, lleno de cimas que apagan simas, y sierras que sierran sierras. Así la polisemia se recrea en los homónimos. De ahí que la lengua que transporta el burro sea otra lengua.

El burro sigue su camino, yo voy con él. He sustituido a la mujer que va a su lado. Soy las garrafas que contienen el agua. Me he convertido —incluso— en el mismo burro. Soy yo quien transporto el líquido para no morir de sed. Llevo en mi lomo el agua para sobrevivir en el desierto. El desierto —por su parte— se ha convertido en una carga más que llevo a donde voy.

Soy —en suma— el burro anaranjado porque leo. La metamorfosis como aprehensión-escriturística es resultado de mis andanzas por desiertos continuos, yermos en los que la soledad de la letra se hace cómplice de la imaginación (mi imaginación sedienta). Esto es causa —me guste o no— de que el texto me haya dado vida para seguir leyendo.

Sin él (sin el texto que leo), la realidad sería otra. Quizá el burro sería una nube y el agua sería la noche. Entonces —sólo entonces— beberíamos oscuridades llenas de imaginación. Pero por ahora la realidad es esta imagen de burro anaranjado, imagen que se ha metido en mi necesidad de ser desde el texto que leo; desde esta necesidad de leer para no morir de sed.

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