/ sábado 21 de abril de 2018

Capuchinas

Para Domingo Siete el Día Mundial del Teatro concluyó en el Museo de la Ciudad, donde se presentó la obra Perdón para mi Barrio de Bernardo Lira (Personare Arte), comedia en la cual el único personaje es una monja, muy bien caracterizada por el actor que también es el autor del texto.

Las monjas, tal vez por su condición virginal y religiosa, son personajes que con cierta frecuencia suben a escena, probablemente porque lo venerable suele ser objeto de desacralización, sin embargo, en la comedia, gracias a las condiciones que se derivan de la inocencia conventual, el tema no se ocupa de la desacralización pero sí de la jocosidad.

Mientras espera a que llegue el obispo, la monja “hace tiempo” y expone su particular punto de vista en torno a “la profesión más antigua del mundo”, lo que motiva un contraste delirante (de Lira), pues el texto juega en un arco cuyos puntos de apoyo se encuentran en las antípodas: la virginidad en un extremo, la prostitución en otro.

Tal vez por esto fue que, encerrados en el pequeño auditorio del Museo, sudando la gota gorda, su servidor se puso a pensar en la ironía histórica que ha terminado por convertir el refectorio de las monjas capuchinas en sala de teatro, capaz de albergar a un personaje de comedia. La ironía es cruel si nos detenemos a pensar que en los conventos, antes de comer, las monjas reflexionaban a partir de textos edificantes que una de las religiosas leía desde un púlpito. Generalmente se trataba de pasajes de la Biblia o fragmentos de libros doctrinarios.

No creo que en ese recinto hayan hablado de negocios. Tengo entendido que en la época de la colonia los conventos servían como depósitos para los cargamentos de oro y plata que llegaban de Guanajuato y Zacatecas; se dice que esos tesoros permanecían en los recovecos de los edificios hasta que el río San Juan permitía el paso de las piaras. Supongo que de negocios se hablaba en las oficinas de la administración conventual, aunque probablemente su servidor se equivoque, así como también puede equivocarse al evocar el púlpito que tal vez no existió; en los dos casos deberá acudir a la oficina de los cronistas para hablar con Eduardo Rabell, que conoce los secretos que esconde la ciudad.

Las risas que el actor provocó en el auditorio condujeron al del teclado a otra vertiente del asunto. Los pocos lectores de Domingo Siete recordarán un pasaje de la novela (y de la película) El Nombre de la Rosa de Umberto Eco, en el cual un grupo de teólogos medievales discute el tema de la risa que, según sostienen algunos, está fuera de la religión porque los evangelios no dicen que Jesús riera jamás.

El Día Mundial del Teatro derrotó al interdicto, de tal manera que una monja (aunque sea ficticia) instaló la risa en el refectorio de las monjas capuchinas quienes, por lo menos en tal recinto, no podían reír, triunfo que gracias a las leyes de la Reforma nos permite disfrutar del arte profano del teatro que, en tiempo de los griegos clásicos, tenía un marcado acento sacro.

Para Domingo Siete el Día Mundial del Teatro concluyó en el Museo de la Ciudad, donde se presentó la obra Perdón para mi Barrio de Bernardo Lira (Personare Arte), comedia en la cual el único personaje es una monja, muy bien caracterizada por el actor que también es el autor del texto.

Las monjas, tal vez por su condición virginal y religiosa, son personajes que con cierta frecuencia suben a escena, probablemente porque lo venerable suele ser objeto de desacralización, sin embargo, en la comedia, gracias a las condiciones que se derivan de la inocencia conventual, el tema no se ocupa de la desacralización pero sí de la jocosidad.

Mientras espera a que llegue el obispo, la monja “hace tiempo” y expone su particular punto de vista en torno a “la profesión más antigua del mundo”, lo que motiva un contraste delirante (de Lira), pues el texto juega en un arco cuyos puntos de apoyo se encuentran en las antípodas: la virginidad en un extremo, la prostitución en otro.

Tal vez por esto fue que, encerrados en el pequeño auditorio del Museo, sudando la gota gorda, su servidor se puso a pensar en la ironía histórica que ha terminado por convertir el refectorio de las monjas capuchinas en sala de teatro, capaz de albergar a un personaje de comedia. La ironía es cruel si nos detenemos a pensar que en los conventos, antes de comer, las monjas reflexionaban a partir de textos edificantes que una de las religiosas leía desde un púlpito. Generalmente se trataba de pasajes de la Biblia o fragmentos de libros doctrinarios.

No creo que en ese recinto hayan hablado de negocios. Tengo entendido que en la época de la colonia los conventos servían como depósitos para los cargamentos de oro y plata que llegaban de Guanajuato y Zacatecas; se dice que esos tesoros permanecían en los recovecos de los edificios hasta que el río San Juan permitía el paso de las piaras. Supongo que de negocios se hablaba en las oficinas de la administración conventual, aunque probablemente su servidor se equivoque, así como también puede equivocarse al evocar el púlpito que tal vez no existió; en los dos casos deberá acudir a la oficina de los cronistas para hablar con Eduardo Rabell, que conoce los secretos que esconde la ciudad.

Las risas que el actor provocó en el auditorio condujeron al del teclado a otra vertiente del asunto. Los pocos lectores de Domingo Siete recordarán un pasaje de la novela (y de la película) El Nombre de la Rosa de Umberto Eco, en el cual un grupo de teólogos medievales discute el tema de la risa que, según sostienen algunos, está fuera de la religión porque los evangelios no dicen que Jesús riera jamás.

El Día Mundial del Teatro derrotó al interdicto, de tal manera que una monja (aunque sea ficticia) instaló la risa en el refectorio de las monjas capuchinas quienes, por lo menos en tal recinto, no podían reír, triunfo que gracias a las leyes de la Reforma nos permite disfrutar del arte profano del teatro que, en tiempo de los griegos clásicos, tenía un marcado acento sacro.

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