/ viernes 27 de agosto de 2021

Cita con Dios

Literatura y Filosofía

¡Qué fácil —aparentemente— es imaginar una cita con Dios! Esta facilidad parte de dos premisas: primero, que podemos hablar con Él a partir de nuestros propios razonamientos, en ese sentido no lo imaginamos como un ser todo-poderoso inalcanzable, sino como un interlocutor dispuesto a hablarnos y a escucharnos; segundo, que nos vemos a nosotros mismos con la capacidad de llevar a cabo dicha reunión, desde las circunstancias en que lo imaginamos, es decir, desde nuestra propia materialidad histórica (como sujetos históricos). Sin embargo, cuando reparamos en la profundidad de lo que implica dicha cita, podemos caer en un marasmo existencial profundo que nos lleve a replantear nuestra propia condición humana. Así, tendríamos que reparar en que para hablar con Dios primero necesitaríamos estar en condiciones de hacerlo. Esto nos llevaría, por una parte, a la necesidad de revisar los aspectos que compartimos (Dios y nosotros) para establecer un diálogo; por otra parte, tendríamos que valorar lo limitado de nuestros razonamientos, al menos desde un sentido instrumental; de ello dependería —en buena medida— aprovechar lo más posible la cita con Dios. Se trata de una revisión ontológica de nuestro ser-ahí, como sujetos racionales.

Sin embargo, no bastan estos razonamientos filosóficos. Hace falta una comprensión teológica. A partir de ello, tendríamos que pensar en dos cosas: primero, en nuestra propia condición antropológica ante la presencia de Dios, es decir, como creyentes; segundo; qué hacemos en esta vida para concertar dicha cita. Al menos para trazar una línea existencial más allá de la apariencia fenomenológica (lo dado).

La preparación | el camino | la llegada

La primera pregunta que podríamos formular es qué significa una cita con Dios. Al respecto podemos pensar varias cosas: primero, que es una cita importante para los dos: Dios y nosotros. Sin embargo, esto mostraría una superficialidad tajante: ya que estaríamos partiendo de la idea de una visita circunscrita a nuestra realidad material. En ese sentido, tendríamos que preguntarnos de qué tipo de cita partimos. En otras palabras: si dicha cita es o no superficial, como cualquier otra cita. O más bien, es una de tipo espiritual (no material). Esto es una verdad casi de perogrullo, pues, a diferencia de nosotros, Dios no tiene materia. Así, lo espiritual, en todo caso, tendría que ser lo más importante en la preparación para el encuentro con Dios. Esto nos lleva, como consecuencia, a formular varias preguntas: 1) qué implica preguntar por Dios; 2) cómo se construye esa pregunta; 3) qué implica para nuestra existencia, tanto racional como existencial, el hecho de poder responderla; y 4) qué tanto estamos preparados para dicha cita, en caso de que se llevara a cabo.

Lo anterior, nos llevaría —en mayor o menor grado— a cuestionarnos acerca de la apariencia en nuestras vidas. ¿Desde qué aspecto ontológico nos afirmamos? La respuesta podría parecer ociosa: desde el ‘ser’ que somos. Sin embargo, el problema sigue latente, ya que no sólo somos un alguien; somos un alguien que pregunta y es capaz de buscar explicaciones a sus preguntas, sobre todo aquellas que, aparentemente, no se pueden contestar a la primera. Así, habría que considerar si nuestra cita con Dios parte de nuestra condición humana como especie, es decir, social, o desde la que construimos a diario, de manera personal, en lo más recóndito de nuestro imaginario existencial.

Lo anterior nos puede llevar a una aporía en forma de disyuntiva: o nos preparamos desde la apariencia cotidiana que nos hace ver ante los demás lo que somos; o lo hacemos desde un sentido profundo, atendiendo a las particularidades de nuestra propia existencia. La salida a esta aporía es profundizar en el conocimiento que tengamos de Dios. Así, si sabemos que amar y servir al prójimo es amar y servir a Dios, es claro que nuestra cita no estaría ya mediada en una forma apariencial, sino, en todo caso, fenomenológica: sería una reducción eidética de nuestra propia condición humana: volver a los otros.

Ahora bien, hay que considerar—además— que para llevar a cabo la cita, es necesario contemplar el camino que seguiríamos para llegar a dicha cita. en otras palabras: cómo interpretamos el camino, ¿sólo como un camino, ajeno a nosotros, o como parte de nuestra propia existencia cotidiana? En otras palabras: si el camino es nuestra vida, entonces tendríamos que concluir que todos podríamos llegar a la cita con Dios; sin embargo, quien no lo considere así, es lógico que nunca pensaría que su vida es un camino para llegar al encuentro con Dios. Esta metáfora nos puede llevar a otros tropos literarios: primero, como metonimia, porque la parte de nuestra vida, cuando nos apresuramos a ir con Dios, representa la totalidad de nuestra vida; segundo, como sinécdoque, ya que la acción sustituye (no confundir con excluir) al sujeto (la persona humana), así, el verbo <ir> con Dios implicaría el sentido total de nuestra existencia ontológica; tercero, como metalepsis, ya que hay un ‘juego’ literario en el tiempo que transcurriría entre nuestra vida y el encuentro con Dios, en particular entre el presente (el camino que se da en cada día), el futuro (la cita con Dios) y el futuro que se vuelve pasado (cuando hayamos estado con Dios, este presente será pasado), así, el camino es, de suyo, parte de la vida que se vive (no es pleonasmo, sino razonamiento apofático). De ahí la necesidad de valorar nuestro propio camino (individual y social) en la ida hacia Dios.

Sin embargo, valorar el camino implica, mutatis mutandi, reflexionar en la forma en que caminamos, por supuesto que no en un sentido físico, sino espiritual. Esto nos lleva, necesariamente, a buscar en nuestro interior. Nos lleva a una búsqueda que implique no sólo lo que vamos pensando en el camino, en un tiempo presente, sino también —y no en menor sentido— desde un tiempo pasado: revisar lo que pensamos y confrontarlo con lo que hemos pensado en años pasados respecto al sentido de nuestras vidas; a esto, algunos le llaman ‘examen de conciencia’. En todo caso, lo que está en juego, no es sólo la cita con Dios, sino, la cita con nosotros mismos en esta vida, para saber, al menos imaginar, el peso de la vida que vamos construyendo y, al mismo tiempo, que vamos dejando como rastro.

¡Qué fácil —aparentemente— es imaginar una cita con Dios! Esta facilidad parte de dos premisas: primero, que podemos hablar con Él a partir de nuestros propios razonamientos, en ese sentido no lo imaginamos como un ser todo-poderoso inalcanzable, sino como un interlocutor dispuesto a hablarnos y a escucharnos; segundo, que nos vemos a nosotros mismos con la capacidad de llevar a cabo dicha reunión, desde las circunstancias en que lo imaginamos, es decir, desde nuestra propia materialidad histórica (como sujetos históricos). Sin embargo, cuando reparamos en la profundidad de lo que implica dicha cita, podemos caer en un marasmo existencial profundo que nos lleve a replantear nuestra propia condición humana. Así, tendríamos que reparar en que para hablar con Dios primero necesitaríamos estar en condiciones de hacerlo. Esto nos llevaría, por una parte, a la necesidad de revisar los aspectos que compartimos (Dios y nosotros) para establecer un diálogo; por otra parte, tendríamos que valorar lo limitado de nuestros razonamientos, al menos desde un sentido instrumental; de ello dependería —en buena medida— aprovechar lo más posible la cita con Dios. Se trata de una revisión ontológica de nuestro ser-ahí, como sujetos racionales.

Sin embargo, no bastan estos razonamientos filosóficos. Hace falta una comprensión teológica. A partir de ello, tendríamos que pensar en dos cosas: primero, en nuestra propia condición antropológica ante la presencia de Dios, es decir, como creyentes; segundo; qué hacemos en esta vida para concertar dicha cita. Al menos para trazar una línea existencial más allá de la apariencia fenomenológica (lo dado).

La preparación | el camino | la llegada

La primera pregunta que podríamos formular es qué significa una cita con Dios. Al respecto podemos pensar varias cosas: primero, que es una cita importante para los dos: Dios y nosotros. Sin embargo, esto mostraría una superficialidad tajante: ya que estaríamos partiendo de la idea de una visita circunscrita a nuestra realidad material. En ese sentido, tendríamos que preguntarnos de qué tipo de cita partimos. En otras palabras: si dicha cita es o no superficial, como cualquier otra cita. O más bien, es una de tipo espiritual (no material). Esto es una verdad casi de perogrullo, pues, a diferencia de nosotros, Dios no tiene materia. Así, lo espiritual, en todo caso, tendría que ser lo más importante en la preparación para el encuentro con Dios. Esto nos lleva, como consecuencia, a formular varias preguntas: 1) qué implica preguntar por Dios; 2) cómo se construye esa pregunta; 3) qué implica para nuestra existencia, tanto racional como existencial, el hecho de poder responderla; y 4) qué tanto estamos preparados para dicha cita, en caso de que se llevara a cabo.

Lo anterior, nos llevaría —en mayor o menor grado— a cuestionarnos acerca de la apariencia en nuestras vidas. ¿Desde qué aspecto ontológico nos afirmamos? La respuesta podría parecer ociosa: desde el ‘ser’ que somos. Sin embargo, el problema sigue latente, ya que no sólo somos un alguien; somos un alguien que pregunta y es capaz de buscar explicaciones a sus preguntas, sobre todo aquellas que, aparentemente, no se pueden contestar a la primera. Así, habría que considerar si nuestra cita con Dios parte de nuestra condición humana como especie, es decir, social, o desde la que construimos a diario, de manera personal, en lo más recóndito de nuestro imaginario existencial.

Lo anterior nos puede llevar a una aporía en forma de disyuntiva: o nos preparamos desde la apariencia cotidiana que nos hace ver ante los demás lo que somos; o lo hacemos desde un sentido profundo, atendiendo a las particularidades de nuestra propia existencia. La salida a esta aporía es profundizar en el conocimiento que tengamos de Dios. Así, si sabemos que amar y servir al prójimo es amar y servir a Dios, es claro que nuestra cita no estaría ya mediada en una forma apariencial, sino, en todo caso, fenomenológica: sería una reducción eidética de nuestra propia condición humana: volver a los otros.

Ahora bien, hay que considerar—además— que para llevar a cabo la cita, es necesario contemplar el camino que seguiríamos para llegar a dicha cita. en otras palabras: cómo interpretamos el camino, ¿sólo como un camino, ajeno a nosotros, o como parte de nuestra propia existencia cotidiana? En otras palabras: si el camino es nuestra vida, entonces tendríamos que concluir que todos podríamos llegar a la cita con Dios; sin embargo, quien no lo considere así, es lógico que nunca pensaría que su vida es un camino para llegar al encuentro con Dios. Esta metáfora nos puede llevar a otros tropos literarios: primero, como metonimia, porque la parte de nuestra vida, cuando nos apresuramos a ir con Dios, representa la totalidad de nuestra vida; segundo, como sinécdoque, ya que la acción sustituye (no confundir con excluir) al sujeto (la persona humana), así, el verbo <ir> con Dios implicaría el sentido total de nuestra existencia ontológica; tercero, como metalepsis, ya que hay un ‘juego’ literario en el tiempo que transcurriría entre nuestra vida y el encuentro con Dios, en particular entre el presente (el camino que se da en cada día), el futuro (la cita con Dios) y el futuro que se vuelve pasado (cuando hayamos estado con Dios, este presente será pasado), así, el camino es, de suyo, parte de la vida que se vive (no es pleonasmo, sino razonamiento apofático). De ahí la necesidad de valorar nuestro propio camino (individual y social) en la ida hacia Dios.

Sin embargo, valorar el camino implica, mutatis mutandi, reflexionar en la forma en que caminamos, por supuesto que no en un sentido físico, sino espiritual. Esto nos lleva, necesariamente, a buscar en nuestro interior. Nos lleva a una búsqueda que implique no sólo lo que vamos pensando en el camino, en un tiempo presente, sino también —y no en menor sentido— desde un tiempo pasado: revisar lo que pensamos y confrontarlo con lo que hemos pensado en años pasados respecto al sentido de nuestras vidas; a esto, algunos le llaman ‘examen de conciencia’. En todo caso, lo que está en juego, no es sólo la cita con Dios, sino, la cita con nosotros mismos en esta vida, para saber, al menos imaginar, el peso de la vida que vamos construyendo y, al mismo tiempo, que vamos dejando como rastro.

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