A veces no se sobrevive a la lectura, quizá porque nuestra voz-lectora no es tan fuerte y se deja llevar fácilmente por el ímpetu de las letras; a las que no les tiembla la voz, porque son firmes como la roca. Y es que las palabras escritas son más fuertes que cualquier idea que sobrevuele (o pueda sobrevolar) el texto: tienen armadura de granito blanco | papel-leído |. Su fuerza ordenada hace ariete en fuga demoledora (se|r|ma). Así nace el silencio, estruendo-de-voz-que-mira para provocar al silencio.
A partir de lo anterior se puede comprender, en mayor o menor sentido, por qué los imaginarios que componen el cuerpo del texto no son de fácil aliento: hay que saber escudriñar en sus entrañas, incluso en los caminos de su piel, para encontrar nuestra propia voz-ahogada-de-sí; hurgar entre sus sueños, acción inmarcesible y desnuda que provoca nuestra mirada, sensación que requiere de luz. Es necesario —en este sentido— encontrar el camino que nos lleve hasta el punto en que hace explosión su hálito de humo: el humo también hace «ser», es llama creativa en tiesto de papel escrito.
Y es que leer es una lucha constante, inclusive si el enfrentamiento no es cruento (la conciencia del lector no es necesaria). Las caídas suelen conducir a la relectura, es decir a nuevos posicionamientos sobre el campo de batalla (texto en sí). Es por ello que, al igual que la mítica Alcestis, hay que aprender a dar la vida cuando se lee: para que surja una nueva voz, una en la que se combinen las alas de quien lee con el panorama de lo que está escrito. La palabra se desnuda ante nuestros ojos | Conclusión: si Alcestis se sacrificó por su esposo Admeto, el lector puede hacer lo propio por su nueva voz: cambiar de piel: carboncillo para el bosquejo. | Fusión |.
Hay que ceder para conquistar. Dejar que las letras de nuestro pensamiento sean quienes designen el derrotero que sigue la lectura. De las dificultades que se presenten al momento de leer, la voz sabrá [deberá saber] reconocer su propio destino. Lo importante es sobrevivir a la lectura, dejar que algunas de nuestras voces sean pasto para las llamas del texto escrito. El incendio, la pira, la fuga —lectura—, la voz que enraíza está por |re|empezar una vez más.
Hay que abrir la voz (no sólo hablar), para que salgan todas las alas de nuestro pensamiento. Que sus intenciones se encuentren en los cielos infinitos del texto. Que unan sus miradas, sus sospechas, sus intereses, sus atrevimientos… | fatalidad en Re menor (como el Requiem de Mozart) | para que la muerte del lector tenga sentido, para que los golpes de las grafías no sean de inhiesto marro, sino de tinta horizontal alada. Al final, si se logra que la realidad sea el producto de esta metamorfosis, habrá valido la pena; si no, leer será realmente-morir. Todo habrá sido una ilusión, un pretexto ontológico del ser, para hacerse de un sí estético que se conforme con la primera voz que le da el texto.
Si así fuera, no habría forma tangencialmente oblicua respecto a la comprensión de la realidad textual. Cualquier voz que se alzara desde el papel sería una forma de ser-siendo del sujeto-lector (la conclusión sería que su ser se anularía en la repetición aparentemente inocua). Pero se es desde lo que se puede ser. No se puede ser más de lo que se es. Siempre, en cada ser-siendo, se llega a un ser dinámico que se recrea a sí mismo. Los vuelos anticipados no hacen sino prefigurar la realidad de lo que va a ser (o suceder). El ser de la lectura siempre será el ser de la lectura: alguien que lee.
Por eso, si se deja de ser desde la imaginación lectora, habrá que preguntarse quién leerá a quién. Si la urraca no cesa de elevar su vuelo en nuestra mirada, las sombras de los tordos que graznan en las copas de los árboles seguirán yéndose con ellas. Y es que la huida de la palabra se da como marasmo de ave, como posibilidad de ser desde la abundancia de la palabra «ser», como parvada de letras que emprenden el vuelo.
No hay otra posibilidad: el texto es una posibilidad más de «ser» y dejar-de-ser. Cada sujeto es sujeto de sí —siguiendo este hilo conductor—, cuando la palabra escrita es su lazarillo. La cuestión es saber (al menos imaginar) el grado de ceguera que le permita al lector seguir confiadamente a la palabra, dejando que lo guíe la voz de la campanilla.
Si el texto habla, si se mueve, si recorre nuestros sentidos, con él se va nuestra mirada: dejándose arrastrar por un silencio de huellas inciertas. Entonces | al contacto de la voz | todo aparece: las letras se encaminan hacia los márgenes: al final de las líneas, en el punto exacto en el que el vacío cobra mayor sentido (cuando no se sabe recuperar el camino en la siguiente línea, en el siguiente renglón). Después, casi al instante, el texto es otro texto; el primero ha muerto. El lector también es un cadáver. La realidad no hace ya más circunstancias efímeras o provisionales.
El círculo se ha cerrado. Una vez más la multiplicidad se ha congregado, se ha subsumido en la comprensión no-apodíctica de las palabras. La literatura ha alzado su voz. Tiento es ser que descubre intenciones no descubiertas: circunspección in situ. Así, sin mayor preámbulo, desde el fondo del texto, surge un nuevo latido: la palabra «ser». Quizá en el fondo no sea más que una pausa en el recorrido de la página que ha irrumpido en las líneas difusas del vacío-de-voz. Alcestis ya tiene quien la siga. Solo es cuestión de preguntar por el vacío de uno mismo, por ese vacío que cae en la hoja cuando leemos.