A mi madre
Te tomé entre mis brazos y te cargué angustiado.
El dolor estaba petrificado en tu bendito rostro.
Desesperado imploraba a Dios que tus desvelos
fueran menos infames y más cortos.
Las alas del tiempo habían barrido con todo.
Ya no eras mi mami, la de los guisos deliciosos,
la que subió, bajó, entró, salió,
para ganar el pan de nuestra mesa.
Tú, la que tendió un mantel en Nativitas, Xochimilco,
para que volaran nuestros sueños de niños,
la que siempre ánimo nuestro espíritu
para que nuestras almas crecieran sin fronteras.
Las leyes de la vida, el destino, el karma, tus actos
o quién sabe qué piedra del camino
quería que ahora estuvieras en situación tan aberrante,
dolorosa y triste.
Ojalá siquiera haya valido para que ante el Creador
quedaran lavadas las culpas que hayas cometido.
Oh, tiempo tan cruel ante el cual no puedes hacer nada
sino esperar atenazado a la plegaria y la esperanza
que te carcome morosa, lentamente.
El hilo de plata que te unía a la vida se estaba descarnando
ya sólo era cuestión de un instante eterno,
pero aún con el dolor me animé a bailar contigo
una especie de última danza del guerrero sobre la tierra,
esa donde tienes que ser coherente, consciente, agradecido.
Tu campo de batalla fue el mundo, donde hiciste florecer
con gracia sin igual a todo el que se atravesó en tu camino.
Donde entregaste tu amor esperanzado a cambio de
una ilusión en perpetua espera.
Ahora te preparabas para ejecutar con maestría tu
Danza final, postrera, y tenía que ser muy luminosa
a pesar del inmenso dolor que corroía tus huesos.
Tu último acto de poder, dedicada para el Dios
al que siempre amaste con total entrega,
y del cual me compartiste los secretos, gracias.
Ya estaba elegido el sitio y no lo sabíamos.
Viniste como entre las brumas de los sueños
porque no habías sido liberada de la pena,
pero ahora te reencontrarías con la alegría y la Paz.
Te tomé entre mis brazos, ya pesabas muy poco,
y entonces comenzamos a dar vueltas en el sentido
en que danzan los Derviches, de derecha a izquierda,
en sentido contrario a las agujas del reloj, a contratiempo.
Entrábamos a otra dimensión, a un rito sagrado y secreto
que había sobrevivido a miles y miles de años.
Estabas regresando a casa, las nubes blancas
flotaban en el cielo y una pálida luz solar nos alumbraba.
Retornabas al origen, y pude atestiguarlo
de muy cerca. Vi cómo tu rostro entumecido por
el dolor fue relajándose poco a poco, también tu cuerpo.
Estabas entrando en el Reino de Dios.
Seguí girando, vuelta tras vuelta, en esta tu última presencia
sobre la tierra, y a cada giro más entrabas en la paz
del principio, en la del viento suave sobre la montaña,
en la del hilo de agua cristalina del mar de siete colores.
Fuiste como quedándote dormida.
Tu rostro se había transfigurado,
una inmensa paz y una tenue sonrisa
habitaban tu rostro.
Todo había terminado, por fin habías partido,
tu cuerpo se había entregado inerme,
exangüe totalmente, sin suspiros.
Pronuncié las palabras: Consummatum est