Cuando se fundó la Preparatoria de San Javier allá por 1964, los Hermanos Maristas buscaron y lograron su incorporación a la UAQ en tiempos en que la efervescencia universitaria vivía su gran reacomodo con la renuncia del rector Fernando Díaz Ramírez, el arribo del licenciado Alberto Macedo y el posterior mandato del rector Hugo Gutiérrez Vega.
En San Javier se contrató, para completar el plantel docente, a algunos dedicados maestros universitarios entre los que se encontraban el magistrado José María Esquivel para Derecho Positivo, el químico –después concluiría también la carrera de Derecho- Rafael Guerra Malo, en Matemáticas; y Guillermo Herbert, también químico quien daría dicha materia.
La apertura de la nueva escuela, primera preparatoria aparte de la de la UAQ, marcó los nuevos tiempos que se vivían en un Querétaro que iniciaba su incontenible proceso de modernización con nuevas fábricas, con nuevos caminos y carreteras, con la impredecible ampliación de la mancha urbana y con un impulso federal del que había adolecido durante decenas de años.
Los tres nuevos maestros que rompían con el esquema de la totalidad de docentes maristas, fueron ejemplo de tenacidad, disciplina y constancia. Simplemente no faltaban; preparaban sus clases con rigor y tenían muy claro el objetivo de la formación integral de sus escasos trece alumnos.
Fue ahí como conocí a Guillermo “Billy” Herbert.
Lo recuerdo como un maestro accesible, simpático, cercano que no se las daba de sabio, ni se ufanaba de sus estudios en el extranjero –Gran Bretaña-, ni caía en el narcisista escollo de bocabajear a sus alumnos.
Lo distinguían su alegría, su sentido del humor y su llaneza.
En sus clases, aparte de abordar la materia central, abría el espléndido abanico de sus experiencias como la de su cercanía a ser padre, como sus idas al Palacio de Bellas Artes con un grupo de amigos para disfrutar las temporadas de ópera, o como los empeños familiares por atender la entonces única fábrica de hielo de Querétaro, la de San Antonio.
Con ese bagaje, se hizo querer, tanto por sus alumnos como por sus compañeros maestros y la comunidad marista en general.
Lo volví a ver años después. Lo fui a buscar a la fábrica de hielo cuando años de confusión me hicieron buscar a “alguien” que me pudiera dar un consejo.
Lo recuerdo bien, en la oscura fábrica pregunté por él, alguien subió una escalera a comentarle del intruso y de inmediato bajó.
Recuerdo con gracia que cuando un señor “ya grande” subió las escaleras me dijo “ese gringo es mi papá”, y después me lo presentó.
También que tras la larga charla me llevó por un recorrido a la fábrica para que conociera cómo se trabajaba y “hacía” el hielo en base a serpentines enfriadores por los que corría el amoniaco.
Pero sobre todo guardé su consejo y su disposición larga y serena para escucharme, así sin más, sólo por haber sido su alumno.
Me habló de las naturales confusiones ideológicas que todos enfrentamos en la adolescencia; de la importancia de fijarse metas claras y posibles; de la trascendencia de la familia; del discernimiento y de lo vital que pueden ser la lectura, la música y la cultura en general.
Otro día le pedí un favor. Requería dos firmas para validar estudios, pues los realizados formalmente sólo habían sido en el área de ciencias físico químicas y yo requería aval de dos materias más para poder entrar al entonces Tecnológico Regional; sin decir agua va, me dijo “vente, vamos por las firmas” y en su Mustang rojo me llevó con dos maestros para que firmaran, luego de breves exposiciones de su parte y de la mía, su aprobación a título de suficiencia en las dos materias faltantes.
Yo sólo le di las gracias. Se dice fácil. Por fortuna su testimonio solidario, desinteresado y activo marcó el perenne signo de gratitud.
Después sólo nos vimos esporádicamente.
Me alegraron sus estudios en el CIIDET y sus encargos en diversas áreas de investigación en la UAQ. Su presidencia del Club Serra.
También su ingreso formal al PAN donde aparte de alcanzar estantes de dirección, incidió permanentemente en la importancia de la capacitación. Atendía más a la urgencia ética que a cualquier otro embrollo ideológico o comercial.
Fue así como llegó al Senado de la República donde, sin faltar problemas, fue altamente apreciado tanto en las cuatro comisiones a las que perteneció o presidió, como en el pleno; tanto por legisladores afines, como por senadores de otras corrientes.
La última vez que platicamos largo y tendido fue en el Auditorio Josefa Ortiz de Domínguez con motivo de la presentación –la última ópera puesta en escena en la entidad- de La Traviata con Violeta Dávalos, quien por cierto no estuvo en su día.
Los años no le habían quitado el sentido del humor, ni tampoco la memoria musical, pues sabía perfectamente la concatenación de las escenas así como las arias de los solistas o los dúos de la gran obra verdiana.
El lunes falleció a escasos días de cumplir 86 años.
Seguramente descansa en paz.