Como Sancho, soy “gordo y por natural pacífico” me dijo sonriente aquella lejana y fría mañana de enero el profesor Eduardo Loarca Castillo en una improvisada oficina del Museo Regional, mientras albañiles, carpinteros, ebanistas y restauradores de arte se repartían en pasillos, salones y patios en ardua labor de preservación y rescate del icónico ex-convento de San Francisco y de su importante acervo que casi cincuenta años antes, en noviembre de 1936, había sido entregado formalmente como Museo Regional a su primer director don Germán Patiño.
Ocurre con Loarca Castillo, como con otros personajes, que con el tiempo su figura se acrecienta al rememorar su trabajo y su imponente obra en pro de su tierra, tanto como propulsor de la música, el arte, la preservación del patrimonio y nuestras tradiciones, y su intenso empeño como disciplinado cronista de la ciudad e historiador, plasmado en libros y cientos de publicaciones.
En larga charla Loarca Castillo contó que nació el 13 de octubre de 1922 en la Calle de los Infantes –hoy Altamirano- hijo de Jesús Loarca Barrón, agricultor y comerciante, y de Petra Castillo Soria; ambos, presumió, de señoriales barrios de la ciudad: él de La Cruz y ella de Santa Rosa.
Su infancia fue alegre y serena “nos levantábamos muy temprano para trabajar en el establo de mi abuelo que era dueño de los Establos de Calleja, hoy parte de Casa Blanca; luego íbamos a la escuela de parvulitos con la señorita Conchita Bustos. Cuando se vino la persecución religiosa se acabaron las escuelas particulares y entramos mi hermano Fernando y yo a la Nicolás Campa en donde pasamos días felices”.
Gordito siempre confiesa que siempre fue objeto de bromas a las que seguía la corriente: “así era, así soy…”
En 1937 surgió el gran encuentro de su vida, a cuyo encanto jamás se sustraería: la música y el arte en general.
“Mi abuelo paterno nos inscribió a mí y a mi hermano en el Conservatorio de Música; ahí conocí a mi segundo padre, mi consejero y amigo, el padre Cirilo Conejo Roldán y desde entonces mi pasión ha sido la música y la enseñanza de ésta”.
Sin dejar el Conservatorio, entró al terminar la primaria al Colegio Civil donde cursó los tres primeros años en compañía de los hermanos Maciel, los García, de Arturo de la Isla y con maestros como Luis, M. Vega que era el director, Heraclio Cabrera, Luis Balvanera y Antonio Urrutia que era el prefecto.
Después, alentado por un tío, se fue a la ciudad de México donde trabajó en una factoría –eran tiempos de la II Guerra Mundial- pues muchos productos se habían empezado a producir en el país; fueron seis años de mucho madrugar, de caminatas y tranvías antes de arribar a El Peñón donde estaba la fábrica de “Productos Químicos Mexicanos”.
Pero no dejó de estudiar pues se inscribió en la Escuela de Música de la UNAM donde conoció a grandes maestros como Manuel M. Ponce y Julián Carrillo, así como a otros llegados de Europa como Nicanor Zabaleta, Andrés Segovia y Arthur Rubinstein y varios más que hicieron grandes aportes a la música en México.
Fueron días de trabajo, estudio y también de fiesta: “Íbamos al “Tranvía” a tomarnos unos copetines, antes o después de los conciertos; otras veces al famoso “Café París” allá por Tacuba… Mi compañero de andanzas era Arturo de la Isla Pozo que estudiaba medicina”.
Al concluir la guerra las fábricas europeas volvieron a producir “y fue imposible competir con ellas: “Productos Químicos Mexicanos” quebró como muchas otras…”
Tuvo ofertas de trabajo, tanto en el Departamento Central como en “Campos Hermanos”, pero suspiraba por retornar a Querétaro, y más cuando a su mentor, el padre Cirilo Conejo a quien visitó en vacaciones, lo encontró muy quebrantado de salud, y quien le pidió “tú eres el único que me puede ayudar con la escuela, quédate aquí. Aquí está tu porvenir…” Y retornó a Querétaro.
Estudió entonces dirección coral y armonía en el Conservatorio que seguía teniendo reconocidos maestros como Fernando Loyola y Mercedes Carrillo y otros que venían de la capital como Arnulfo Miramontes.
En 1954 el gobernador Octavio Mondragón lo llamó para pedirle que coordinara los coros para el centenario del Himno Nacional, tarea que realizó con gran éxito a raíz de la cual el gobernador lo puso a cargo de la Educación Musical en el Estado.
Con el tránsito al sector oficial vino el sindicalista. Por su trato y capacidad conciliadora –“tengo un carácter a propósito para hacer relaciones”, definió-, fue electo miembro del Comité Ejecutivo del Sindicato de Maestros y posteriormente delegado al Congreso Nacional en donde lo eligieron para coordinar a los maestros federalizados en Tamaulipas Hidalgo, Oaxaca y Querétaro. Tuvo qué volver a la ciudad de México.
Al concluir su función, tres años después, pese a la oposición de amigos y conocidos, decidió regresar a su tierra. Fue entonces cuando Héctor Mayagoitia, subsecretario de Educación le propuso, -“el gobernador Juventino Castro ya está enterado”-, volver a su tierra como director del Museo Regional que llevaba ya dos años cerrado.
Y así, de 1971 a 1985, rejuveneció, ordenó, amplió y enriqueció el edificio y todo el acervo del Museo con un trabajo disciplinado, arduo y entusiasta.
En 1986 fue nombrado cronista de la ciudad por el gobernador Mariano Palacios Alcocer y el presidente municipal Manuel Cevallos Urueta, labor que desempeñó con gran atingencia.
Nunca se alejó de la Escuela de Música Sacra y Conservatorio José Guadalupe Velázquez, en donde con el respaldo del gobernador Enrique Burgos rehabilitó sus instalaciones y celebró jubiloso, junto con el entonces presidente Carlos Salinas, el centenario de la emblemática institución.