Los dos cines de la ciudad –Plaza y Alameda- se abarrotaban en las matinés de los domingos donde por dos pesos pasaban tres películas, la mayoría mexicanas que tenían como protagonistas a Jorge Negrete, Pedro Infante, Luis Aguilar, El Santo, el Enmascarado de Plata, Germán Valdés, Tin Tan, Viruta y Capulina, Marga López, Libertad Lamarque…
Muchos de los actores llenaban también los espacios de la radio con temas bucólicos, campiranos y rancheros que desbordaban las horas de “complacencias” que se alternaban equilibradamente con programas “en vivo” aunque también había, escasos, programas de noticias, cultura y debates.
A mediados del siglo pasado prevalecía un México, y un Querétaro bastante cerrado, lo que propiciaba una producción artística y de entretenimiento, como se dice ahora, con signos nacionalistas, con las mitologías regionales que bastaban para sostener un sistema muy claro de élites, de clases medias austeras, y de pobreza, con un consumo raquítico, hoy inimaginable.
Ya entonces filósofos e historiadores mexicanos se habían empezado a preocupar seriamente sobre el ser nacional y el perfil real del mexicano al iniciarse el período de estabilización política y social tras el movimiento revolucionario.
Samuel Ramos levantó ámpula con obras como El perfil del hombre y la cultura en México -1934-, Hacia un nuevo humanismo, Historia de la filosofía en México y Filosofía de la vida artística. Él sostenía como base del ser mestizo-criollo, el complejo de inferioridad; ante tamaña expresión hubo de afrontar acusaciones en los tribunales.
Seguramente, en parte inspirado por la obra de Ramos, Octavio Paz reseñó su visión al respecto en El Laberinto de la Soledad -1951-.
Y antes que Ramos, Antonio Caso y José Vasconcelos iluminaron con el Ateneo de la Juventud nuevos horizontes en que se adentraría el pensamiento sobre el ser nacional. Después, a contracorriente de los fervores nacionalistas, Salvador Reyes, Leopoldo Zea, Abelardo Villegas y Jaime Labastida, entre otros, y desde diversas perspectivas han hurgado en el ser del mexicano o en las diversas culturas mexicanas, ahondando en su historia, en sus encuentros y desencuentros, en sus bondades y en las esencias de esa formación de un nuevo pueblo multicultural que ha dado cabida a calificativos como la “raza de bronce”, al conceptual panamericanismo y a otras definiciones en torno a la búsqueda de signos para deletrear nuestra génesis, nuestra composición, nuestra psicología, y nuestros complejos avatares.
Ramos escribía en medio de la Revolución: “Se puede recorrer la obra de filósofos, de los literatos, de los poetas, que escribían en medio del drama nacional, sin encontrar una palabra de desaliento, una sombra de pesimismo radical o de negación absoluta. Nuestros pensadores se adhieren con entusiasmo a toda filosofía que afirma enérgicamente la vida en nombre de sus valores espirituales y se acercan a aceptar su sentido religioso. Su voz es la de la raza hispanoamericana, cuya tradición intelectual es una variación sobre el tema del espiritualismo…”
En medio de dicho empeño filosófico aparecía –aparece- siempre la relación con las culturas influyentes: la europeizante originada con la conquista y los trecientos años de virreinato español, y la vecindad con Estados Unidos.
La primera, que dejó un pueblo diverso, herido y esperanzado en el que se entreveraban la alegría de la libertad y la división secular entre conservadores y liberales –formados casi todos en aulas seminaristas- que pugnaban por procesos de desarrollo enfrentados.
En ese trance Estados Unidos exponía permanentes afanes expansionistas que iniciaron su escalada con la partición de México que perdió Texas, Nuevo México y California y que culminaron a principios del siglo pasado con la política definida como The Big Stick –El Gran Garrote- de Theodore Roosvelt quien refrendó y multiplicó la base de la Doctrina Monroe –“América para los americanos”-.
Junto a la política de El Gran Garrote, se perfilaron gradualmente otros empeños estratégicos: la inculturización a través de dos grandes vertientes: la educación, a base de becas a talentos, y la propaganda que fue incluyendo paulatinamente el cine, la radio, la televisión y en general escritos impresos. Paralelamente se alentaba también la expansión de iglesias pentecostales y otros movimientos religiosos, incluidas sectas, que aligeraban el trabajo neocolonizador.
Hubo una excepción: fue el programa de John F. Kennedy conocido como Alianza Para el Progreso que duraría de 1961 a 1970 y en el que Estados Unidos invertiría 20 mil millones de dólares en programas de ayuda económica, política y social.
El anuncio hecho el 13 de marzo de 1961 ante embajadores latinoamericanos; lamentablemente el asesinato de Kennedy cortó la aplicación del programa.
Finalmente la estrategia estadunidense ha ido dando resultados concretos: muchos medios de comunicación, especialmente los electrónicos y el cine, nos alejan de la reflexión sobre nosotros mismos y de nuestras culturas; los viejos fervores de orgullo nacional han decaído; el alejamiento de otras culturas, especialmente las europeas y asiáticas, se ahonda.
Antonio Caso, Samuel Ramos, José Vasconcelos, Octavio Paz y muchos más, si conocieran nuestra realidad de hoy, seguramente desconocerían sus escritos filosóficos y pensarían que el país en que vivieran habría sido solo un sueño.