Había nacido en esta ciudad de Querétaro el 6 de marzo de 1904 y estudiado en el Colegio Civil la preparatoria.
En ese tiempo, un viejo maestro, Luis Olvera, adusto y ascético que vivía en el segundo patio del viejo Colegio de San Javier le despertó su fascinación por el estudio en general, y la Historia en particular.
En 1921 llegó a la Universidad Nacional, que entonces dependía de la SEP, donde con las mejores notas, concluyó en 1926 sus estudios de Derecho, teniendo entre sus maestros a Manuel Gómez Morín, Lombardo Toledano y Antonio Caso, y entre sus compañeros a Fernando Casas Alemán y Manuel Gual Vidal con quienes vivió tres años en una casa de huéspedes en la céntrica calle de Guatemala en la Ciudad de México.
Retornó a su tierra donde poco después, lo llamó como secretario de Gobierno el gobernador de Querétaro, Constantino Llaca. A los 23 años fue gobernador interino del 17 de agosto al 30 de septiembre de 1926, entregando el gobierno al gobernador electo Abraham Araujo.
Fue entonces cuando inició su carrera magisterial que él recordaba así en la inauguración de la Universidad de Querétaro el 24 de febrero de 1051: “… por el año de 1927 tres entonces recién titulados abogados: Leopoldo Aguilar, Antonio Pérez Alcocer y yo, logramos estructurar a imagen y semejanza de la Facultad de donde procedíamos, la decaída Escuela Libre de Derecho…”
Desdeñó desde entonces invitaciones a puestos de importancia en el gobierno Federal en la Ciudad de México, y prefirió concentrarse en su tierra, en tres campos en los que brilló: la docencia, los estudios de Historia y el ejercicio de la abogacía.
Hacia 1947 muchos de sus excompañeros estaban en el poder al lado del presidente Miguel Alemán, entre ellos Manuel Gual Vidal quien era secretario de Educación Pública. En vista de ello, en 1949 se planteó por primera vez la ilusión de hacer la Universidad de Querétaro. En ese entonces el licenciado Antonio Pérez Alcocer dirigía el Colegio Civil.
A su arribo a la gubernatura el doctor Octavio S. Mondragón nombró como director del Colegio Civil al coronel y licenciado Juan Álvarez Torres, con quien empezó a esbozar los planes para erigir la Universidad.
Pero en octubre de 1950 Álvarez Torres sufrió una embolia y falleció pocos días después. Fue entonces cuando Fernando Díaz Ramírez fue nombrado por el gobernador como director interino del Colegio Civil.
Vinieron entonces trámites no fáciles pues el gobierno de Miguel Alemán etiquetaba al gobernador queretano como avilacamachista y prefería un tecnológico a una universidad.
Díaz Ramírez se movió entre sus compañeros de jurisprudencia y logró finalmente que el secretrio de Educación Manuel Gual Vidal accediera a la petición, inaugurándose la universidad el 25 de febrero de 1951.
Vienen entonces loas nuevas escuelas de Química, Ingeniería, Contabilidad y Bellas Artes, bajo el signo de enorme austeridad y de autoritarismo. El rector manda y no acepta intromisiones. “No se movía una hoja sin que yo lo autorizara” –me confesó años después en una diáfana entrevista-. El rector suple a maestros, administra los escasos recursos, contrata docentes, funda escuelas, da clases de todo, excepto de Biología. Es el animador total, en deportes, en pasos teatrales, en la Estudiantina.
Resistió así el empeño del gentil Juan C. Gorráez de sustituirlo, pues apoyado por estudiantes que se van a huelga y exigen la autonomía, logra su permanencia.
Cinco años después, en 1963, también bajo intensas presiones políticas, deja con enorme tristeza la Universidad el 13 de diciembre.
Vinieron después seis años en el Tribunal Superior de Justicia, su trabajo notarial y la redacción de alrededor de 35 obras. Y también los reconocimientos: Rector Honoris Causa de la UAQ en 1966; “Palmas Académicas” de la Sorbona de Perís en 1968; “Medalla Carlos IV” del Gobierno español; “Condecoración Académica del Adriático” en Italia; Medalla Manuel Altamirano que le impuso Luis Echeverría en 1976 y Homenaje de la UAQ en su 30 aniversario en 1981.
Falleció el 16 de abril de 1981.
Maestro polifacético, siendo Rector impartía clases de francés, el que dominaba a la perfección; también Geografía e Historia de México y, no conforme con esto, suplía las ausencias de cualquier maestro, sin importar la disciplina que éste impartiera. Era la época de pioneros, de ilustres ciudadanos y profesionistas que iniciaron nuestra Universidad en el emblemático edificio de la calle 16 de Septiembre.
Reprimía a los que se “portaban mal”, por problemas extramuros que generalmente consistían en enfrentamientos con alumnos de la Escuela Militarizada “Benjamín N. Velasco”, o también a los faltistas y reprobados, a quienes exhibía mediante “listas negras”, que fijaba en conocida vitrina de la Rectoría.
Sus recorridos de “vigilancia” por los pasillos eran parte de su rutina, interrogando al “Cuervo” y al “Burro” Aguilar, fuerte ex luchador entrado en años encargado del gimnasio, y que fungían como “prefectos” con áreas muy bien delimitadas a su cuidado.
Estando en clases se escuchaba su recorrido, sabiendo exactamente en qué parte de la Universidad se encontraba, dada su inocultable presencia, como la tarde que en la zona denominada de “Las Perreras” –nombre endosado a las aulas de los de nuevo ingreso–, se encontraba reunido nutrido grupo de estudiantes que, gritando emocionados, dirigían la mirada al campo de futbol. Al llegar el Lic. Díaz a dicho lugar, preguntó molesto: “¿a qué se debe tanto alboroto, muchachos escandalosos”, a lo que contestó un alumno: “Lic., ahí anda una pareja, medio encuerados; ya el hombre alcanzó a la mujer y parece que están en el guayabo”.
Abriendo tremendos ojos y apartando con sus manos a quienes le estorbaban, el Lic. Díaz exclamó con interés: “¿dónde, dónde?”.
Ya en clases, el rumor creció y aunque la Policía Municipal se llevó a los exhibicionistas que en pleno mes de julio y en medio de tremenda polvareda levantada en el campo de futbol habían despertado el morbo del estudiantado, los que estaban en esos momentos en las ventanas, de vez en cuando seguían volteando la mirada al lugar del acontecimiento, como si pudiera volver a repetirse.
Algunas compañeras sólo obtuvieron parte de la versión, y con discreción preguntaban por el famoso árbol frutal motivo de tanto escándalo, y en dónde estaba la pareja, diciendo algunas que era en “el guayabo”; otras corrieron diferentes versiones afirmando que fue un “chirimoyo” o “tecojote”, y no faltaron las ingenuas que decían que se trataba de un manzano.
Era la romántica época de nuestra Universidad, en la que el padre putativo, para algunos el Rector Lic. Fernando Díaz Ramírez, al finalizar el año escolar, coincidente con una vieja costumbre de rezar, iniciando en el mes de octubre hasta terminar 46 rosarios finalizando el 12 de diciembre, nos sentenciaba: “muchachitos, si no estudian, de nada les va a servir la fe, la Virgen ya los conoce; ni rezando los 46 rosarios, o el triple, los voy a pasar de año”.
Cabe aclarar que en tiempo de exámenes todo se valía para aprobar, y una de las formas, tal vez la última esperanza que quedaba, era refugiarse en la fe, bajo la tutela de la Virgen de Guadalupe y, devotamente, se podían ver en la Iglesia angustiados compañeros tratando de que se les concediera el milagro, aunque fuera un 6, prometiendo solemnemente acudir a diario al rezo del rosario hasta agotar los 46 días.
Algunos, al aprobar, ya no cumplían. Por eso el descrédito del estudiantado ante estos asuntos de fe.
Después del rezo devoto del rosario, en medio de la presión de los exámenes, no había nada mejor que acudir a los puestos de buñuelos remojados en miel de piloncillo, con sabor a guayaba, y un atole calientito en los puestos que fuera del tempo de la Congregación, en la calle de Pasteur, se instalaban. Por ahí circulábamos todos los estudiantes y parte de los Maestros, incluido el Sr. Rector, quien, con ironía, al día siguiente, frente a toda la clase, decía: “ya te vi fulano; a ti también zutano; vi la cara de tu angustia e ignorancia, pero ni la fe ni la Virgencita de Guadalupe te harán pasar de año”.
Tan tremendas presiones nos sometían a una constante angustia, ya que al dedicarnos al deporte, más que al estudio, tenía serias consecuencias, y, llegándose los exámenes, vivíamos el total desconocimiento que se aunaba a las advertencias del Rector Fernando Díaz Ramírez para que estudiásemos, señalando la casi segura sordera de la Virgen para nuestras peticiones, y para agravar la problemática que estábamos viviendo, el acudir a consumir los sabrosos buñuelos, se sumaba una más seria amenaza a nuestra salud, lo que llamábamos, el riesgo del “lienzo húmedo”, con el cual se limpiaban la miel de las manos los que acudían a comer buñuelos y tomar atole a la salida de los rosarios, tela que, de vez en vez, era enjuagada en una cubeta con agua, y que se pedía a la expendedora de buñuelos; con un simple: “señora, páseme el trapo para limpiarme las manos”, y les juro que no tenía las características, ni por asomo, de las toallas blancas y tibias que ofrecen en los restaurantes orientales.
Esta era una jerga de la cual ignorábamos sus orígenes, y que solía denominarse, el “trapo de la muerte”.
Bueno, al menos no morirnos. Sin duda la Virgen nos protegió.