/ miércoles 18 de diciembre de 2019

Contraluz: Guadalupe

“Las Mañanitas” cada año en el Tepeyac y en muchos templos marianos en México y en todo el mundo…

El avance de nuestro tiempo es formidable en cuanto a las posibilidades que han aportado la tecnología, la especialización, la multiplicación de centros de investigación y las posibilidades de profundización en las distintas realidades que nos rodean en prácticamente todos los ámbitos.

Sin embargo parecen haberse entronizado elementos que achican los horizontes del humanismo: quizá lo constituyan en especial tres factores: el permanente exhorto a ver hacia adelante, desconociendo en muchas ocasiones las experiencias positivas del pasado; la obsesión por los “datos duros”, lo que no está mal mientras no excluyan las posibilidades de discernimiento; y el llamado permanente a la acción, dejando muchas veces de lado la necesidad de abrir espacios a la emoción, al asombro y al sentimiento.

Podría añadirse también en el mismo tenor, el creciente rechazo a la aceptación del misterio. Y es que del conocimiento total de lo que nos rodea quizá hayamos resuelto, desde el origen del hombre, acaso el 1 o el dos por ciento del conocimiento total posible, siendo entonces casi analfabetos de la realidad accesible que nos rodea, incluyendo microcosmos y macrocosmos.

Por ello es interesante en tiempos como los que corren en estos días en los que el tráfago cotidiano decrece, dedicar espacios a la reflexión, a la lectura, a la observación, a la profundización del misterio de la vida y todo lo que conlleva: el bien, el arte, el amor y sus contrarios: el mal, el desdén por lo bello y el odio.

Pensaba en ello al mirar la luna llena la noche del pasado día 11 y el imponente halo misterioso que la bordeaba; o la lluvia de estrellas de la noche siguiente, con su alud de ráfagas luminosas que surcaban de vez en vez la curva del cielo en un juego maravilloso.

Y es que además, por estos días, releí días el misterioso Nican Mopohua –relato de Valeriano sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe- códice y código de una teología centrada en Jesús y en la figura de la Virgen Morena que lo lleva en su vientre, que habla de amor, de sencillez, de flores, de música, de viento fresco, de humildad, de misterio y de cobijo.

Fue una lectura curiosa, suave, llana, tierna, luminosa.

“Para morir nacimos”, dice Juan Diego.

“¿Qué no estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿Qué no estás bajo mi amparo y corres por mi cuenta?”, cuestiona la señora de luz; “señora mía, mi muchachita”, le llama Juan Diego.

No era mi intención leer con escepticismo, ni cuestionar el relato; quizá por ello la lectura se fue deslizando, yendo más allá de las letras y de las páginas. Era algo más, mucho más, en medio de la sencillez y la profundidad de la narración.

Reviví entonces el placer de la lectura que da paz, que consuela y que alegra.

Y reentendí un poco la devoción popular. Las grandes y piadosas peregrinaciones; el estandarte símbolo de nuestra Independencia; los blasones de nuestros hermanos migrantes mexicanos y latinoamericanos; los atuendos de Alex Lora y El Tri; la predilección por la Virgen de Guadalupe en gran parte del arte urbano popular; las devociones de Villa y Zapata; “Las Mañanitas” cada año en el Tepeyac y en muchos templos marianos en México y en todo el mundo…

Me transporté a mis tiempos de niño de doctrina, que los sábados asistía a la parroquia y que salía contento con dos dulces en la mano.

Recordé los cantos marianos que nos enseñaban en casa y en la Parroquia de Santiago, y que el coro del “señor García” –todos alumnos de la escuela de la señorita Macormick- interpretaba con brillantez y solemnidad complicadas polifonías en la semioscuridad del viejo templo que una vez fue Catedral.

Fui un poco otra vez el niño que se fascinaba con el castillo de la noche del día 11 de diciembre y que solía pasarse horas sentado en la escalinata del templo escuchando la banda de viento que se adosaba en el atrio y tocaba y tocaba… en medio del sonoro tañer de las campanas que celebraban las peregrinaciones, los rosarios, la novena y la gran fiesta.

Y por supuesto no pensé si aquello o esto era mejor, simplemente volví a beber la paz del cuenco que parecía vacío y que no, que ahí estaba –está- y que es capaz de saciar y alegrar.

El avance de nuestro tiempo es formidable en cuanto a las posibilidades que han aportado la tecnología, la especialización, la multiplicación de centros de investigación y las posibilidades de profundización en las distintas realidades que nos rodean en prácticamente todos los ámbitos.

Sin embargo parecen haberse entronizado elementos que achican los horizontes del humanismo: quizá lo constituyan en especial tres factores: el permanente exhorto a ver hacia adelante, desconociendo en muchas ocasiones las experiencias positivas del pasado; la obsesión por los “datos duros”, lo que no está mal mientras no excluyan las posibilidades de discernimiento; y el llamado permanente a la acción, dejando muchas veces de lado la necesidad de abrir espacios a la emoción, al asombro y al sentimiento.

Podría añadirse también en el mismo tenor, el creciente rechazo a la aceptación del misterio. Y es que del conocimiento total de lo que nos rodea quizá hayamos resuelto, desde el origen del hombre, acaso el 1 o el dos por ciento del conocimiento total posible, siendo entonces casi analfabetos de la realidad accesible que nos rodea, incluyendo microcosmos y macrocosmos.

Por ello es interesante en tiempos como los que corren en estos días en los que el tráfago cotidiano decrece, dedicar espacios a la reflexión, a la lectura, a la observación, a la profundización del misterio de la vida y todo lo que conlleva: el bien, el arte, el amor y sus contrarios: el mal, el desdén por lo bello y el odio.

Pensaba en ello al mirar la luna llena la noche del pasado día 11 y el imponente halo misterioso que la bordeaba; o la lluvia de estrellas de la noche siguiente, con su alud de ráfagas luminosas que surcaban de vez en vez la curva del cielo en un juego maravilloso.

Y es que además, por estos días, releí días el misterioso Nican Mopohua –relato de Valeriano sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe- códice y código de una teología centrada en Jesús y en la figura de la Virgen Morena que lo lleva en su vientre, que habla de amor, de sencillez, de flores, de música, de viento fresco, de humildad, de misterio y de cobijo.

Fue una lectura curiosa, suave, llana, tierna, luminosa.

“Para morir nacimos”, dice Juan Diego.

“¿Qué no estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿Qué no estás bajo mi amparo y corres por mi cuenta?”, cuestiona la señora de luz; “señora mía, mi muchachita”, le llama Juan Diego.

No era mi intención leer con escepticismo, ni cuestionar el relato; quizá por ello la lectura se fue deslizando, yendo más allá de las letras y de las páginas. Era algo más, mucho más, en medio de la sencillez y la profundidad de la narración.

Reviví entonces el placer de la lectura que da paz, que consuela y que alegra.

Y reentendí un poco la devoción popular. Las grandes y piadosas peregrinaciones; el estandarte símbolo de nuestra Independencia; los blasones de nuestros hermanos migrantes mexicanos y latinoamericanos; los atuendos de Alex Lora y El Tri; la predilección por la Virgen de Guadalupe en gran parte del arte urbano popular; las devociones de Villa y Zapata; “Las Mañanitas” cada año en el Tepeyac y en muchos templos marianos en México y en todo el mundo…

Me transporté a mis tiempos de niño de doctrina, que los sábados asistía a la parroquia y que salía contento con dos dulces en la mano.

Recordé los cantos marianos que nos enseñaban en casa y en la Parroquia de Santiago, y que el coro del “señor García” –todos alumnos de la escuela de la señorita Macormick- interpretaba con brillantez y solemnidad complicadas polifonías en la semioscuridad del viejo templo que una vez fue Catedral.

Fui un poco otra vez el niño que se fascinaba con el castillo de la noche del día 11 de diciembre y que solía pasarse horas sentado en la escalinata del templo escuchando la banda de viento que se adosaba en el atrio y tocaba y tocaba… en medio del sonoro tañer de las campanas que celebraban las peregrinaciones, los rosarios, la novena y la gran fiesta.

Y por supuesto no pensé si aquello o esto era mejor, simplemente volví a beber la paz del cuenco que parecía vacío y que no, que ahí estaba –está- y que es capaz de saciar y alegrar.

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