Cuento | Melodía de octubre

Rafael Volta | Colaborador Diario de Querétaro

  · jueves 29 de octubre de 2020

Ilustración | Cortesía


Por sus lentes de botella y chamarra rompevientos, Alfredo tenía la facha de un investigador paranormal, de esos que seguido vienen para arrancarme algún secreto: el lugar donde aterrizan las naves de civilizaciones galácticas vecinas, la puerta que conduce a mi biblioteca infinita, la hendidura donde brota el agua que cura toda enfermedad. Misterios que les prometo los van ir descubriendo a su debido tiempo. Desde aquí, percibo el karma de cada persona que viene a purificarse o a descargar sus energías sobre mí. Sin duda puedo y ¿debo? limpiar sus malas vibras. Desde que sus pies hicieron contacto con mi piel rosada conocí su pasado, sus negras intenciones y su futuro más probable. Lo que sucederá es posible predecirlo con una función matemática. Llevo millones de años casi inmóvil. La posibilidad de que me traslade a otras coordenadas es casi imposible, pero no cero. Si él escuchara mi voz, y les juro que sí hablo, le diría que no ascendiera, y mucho menos hoy que es 31 de octubre. Además, nunca ha sido buena idea tratar de subir a la medianoche como lo planea.

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Se sentó en la plaza para contemplar mi desnudez. Y cuando escuchó cantos de pájaros misteriosos y selváticos se quedó embobado con Alondra, la vendedora de instrumentos prehispánicos de piedra. Ella llegó desde Europa del Este. Tiene ojos azules y piel dorada por el sol del semidesierto. Anda por todos los pueblos mágicos de México. Cuando es mediodía, le sopla con sus labios delgados a las piedras y brota una música que nos regala un sosiego inmenso. Hasta acá arriba la alcanzo a oír.

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Él no paraba de mirarla. Le excitaba ver cómo se llevaba las piedras a su boca. Sentado en la banca, que está a un costado del templo, sacó de su mochila una cobija y la colocó encima de sus piernas. No le importó que hubieran niños cerca. Se empezó a masturbar suavemente a plena luz del día. Al terminar, guardó con mucho cuidado la cobija como si fuera un envoltorio. Luego fue hacia donde estaba Alondra, quiso saludarla de mano y hacerle plática mientras fingía estar interesado en comprarle un onyx con sonido de calandria. Ella lo dejó con la mano extendida. Hablo poco español, le contestó con una voz grave, casi masculina.

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Regresó a la banca y con mucho cuidado adaptó la cobija como almohada. Se fumó un porro para tranquilizar sus nervios. El sonido de las palmas agitadas por el viento se coló a sus sueños en forma de un rumor de olas. Llevaba más de veinticuatro horas sin dormir. Cuando despertó ya era de noche y la plaza estaba desierta. Una luna llena hacía la noche más temblorosa con la llovizna que empezó a caer.

Sin pensarlo mucho, guardó otra vez la cobija en su mochila y caminó hacía mí subiendo a paso firme por la calle empedrada. De vez en cuando, el ladrido de un perro opacaba el canto de los grillos. El olor a tierra mojada mezclado con desechos de chivo y de gallina diluyó el aroma a ocote y a hojas de maíz quemadas.

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A pesar del sudor que le corría sobre la cara, Alfredo continuó ascendiendo sin bajar el ritmo. Sobornó a los guardias con una botella de mezcal para que le permitieran el paso. Les enseñó unas credenciales falsas de grado militar para intimidarlos. Llevaba unos lentes infrarojos para no usar una linterna que llamara la atención de protección civil. En apenas quince minutos llegó al mirador. Ahora que recuerdo, vino el 14 de febrero a este mismo lugar para ver las estrellas fugaces y contemplar el amanecer. Llevaba entre sus ropas un anillo de compromiso.

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En todos estos millones de años he visto miles de asteroides y cometas. Yo soy más sabia que cualquier objeto celeste. Tantas generaciones de hombres y mujeres han pasado por mí y una y otra vez cometen los mismos errores. Conozco más sus sentimientos que lo que ellos se conocen a sí mismos. Siempre vienen conmigo para encontrar una respuesta.

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No deja de pensar en la piel y la boca de Alondra. La imagina desnuda en un spa mientras la toca bajo el agua. Piensa también en Beatriz, su prometida de la Ciudad de México. Hace una semana habían planeado un tour por la sierra gorda queretana. Las dos mujeres mantienen saturado su tren de pensamientos. Alondra, la de las hipnotizantes melodías; y Beatriz, la de las manos suaves y carnosas que se quedó encerrada en el baño del cuarto de un hotel a las afueras de Cadereyta.

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Él no lo sabe, pero Alondra lo ha seguido sin que se dé cuenta. Ella es de mis mejores amigas. Y hoy es su noche especial. Por eso ningún hombre debe estar cerca. Ya no tardan sus amigas que vienen a celebrar a la luna más grande y brillante del año.

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Una melodía reverbera en la oscuridad refrigerada. Los arbustos y nopales se cubren de escarcha. Él sigue tan ensimismado que no parece escuchar ningún sonido. En una rápida sucesión de imágenes, recuerda que empezó a discutir con Beatriz por ver una película o un partido de futbol y pelearon por el control remoto. Mientras forcejeaban, su codo golpeó la nariz de ella y una hemorragia abundante manchó las sábanas. La golpeó cada vez más fuerte, especialmente en el vientre. Y luego en la cara hasta que se le rompieron los nudillos. Le había dicho tantas veces que se cuidara. No se sentía listo para tomar una responsabilidad tan grande.

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Y lo único que se trajo de ella fueron sus manos.

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Esas manos que lo masturbaron tantas veces...

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Cualquier otra persona, bajaría corriendo si escuchara la melodía de Alondra en la madrugada. Una microritmia imposible de tocar. Algunos seres, ante el remordimiento, se vuelven sordos como bestias a cualquier tipo de música.

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De ninguna manera aceptaría que él estuviera aquí, robándome la belleza del cielo nocturno. Es verdad que puedo renovar las energías de las personas. Pero también soy mujer y necesito restaurar, a mi manera, el equilibrio. Así que le pido a Alondra que ahora toque la melodía de la transformación y mientras aparece una estrella distante y fugaz, Alfredo se masturba otra vez con las manos de Beatriz.

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Poco a poco las notas van de los graves hacia los agudos. Y todo se ve más grande alrededor de él, como si estuviera inmerso en un paisaje prehistórico de nopales y piedras gigantes. La luna parece chocar contra la Tierra y su brillo enceguece sus ojos completamente pardos. Unos dedos enormes y carnosos ahora lo rodean como si estuviera entre los barrotes de una prisión. Quiere pedir ayuda a través de la radio que dejó a los guardias. No puede hablar y una cola le crece entre sus piernas. Siente la textura de un vello gris oscuro en todo el cuerpo. Las manos de Beatriz lo van apretando poco a poco, como si fueran los pétalos de una planta carnívora. Tanta presión lo asfixia y le rompe, una por una, sus costillas. Lo último que escucha es el crujir de su cráneo. Sus ojos explotan y la última imagen que sus neuronas procesan es la de una mancha roja que baña la luna.

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Llegan las amigas de Alondra. Una de ellas recoge las manos manchadas de tierra y de sangre. Las limpia con su lengua.

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De la nada, Beatriz vuelve a aparecer.

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Va a ser niño, dijo una de ellas.

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No pararon de bailar toda la noche. En un año volverán para sacrificarlo.


Sobre el autor
Rafael Volta (Querétaro, México, 1977)
Cursó el diplomado en creación literaria de la Sogem en la Ciudad de México (2014-2016).
Publicaciones: Principia Mathe-Machina (Poesía, Fondo Editorial de Querétaro, 2018), The Q Horses (Dramaturgia, Herring Publishers, 2018), Foliaje 1 (Cuento, Revarena, 2019), Neowise, Confinamiento y Virus (Poesía, Instagram Stories, 2020).
Premio Nacional de Poesía 2020 en el Festival Internacional de Escritores de San Miguel de Allende.
Mantiene el blog rafaelvolta.tumblr.com y a veces también tuitea desde la fortaleza de la soledad en @rafaelvolta.