Dancin’ Alone: a 30 años del concierto de Rod Stewart

El libro de cabecera

Carlos Campos

  · viernes 12 de abril de 2019

Un cartel publicitario del conciero de Rod Stewart en Querétaro. / Carlos Campos

–¿Dónde pusiste los refrescos que te pedí que compraras?– preguntó mi madre corriendo al interior de la casa para arreglar el baño. Apenas había comenzado a regar sus flores mientras en nuestra consola sonaba Maggie I wish I'd never seen your face I'll get on back home one of these days.

–En el refri, ma. ¿Qué pasó?– le respondí. Afuera la esperaban tres hombres, dos con cámaras y uno gordo, calvo, con lentes oscuros y tirantes.

–Recoje tu regadero, muchacho, y bájale a tu música– dijo mi madre con esa deferencia inusual que decretaba cuando teníamos visitas– Pásele, don Óscar, disculpe el tiradero, pero me agarró en pleno quehacer –dijo mi madre limpiándose eternamente sus manos en el delantal.

Era Óscar Cadena, el del programa “Cámara Infraganti”. Había llegado junto con su equipo desde tres días antes para cubrir el concierto de Rod Stewart en Querétaro. “Llegamos al Hotel Mirabel, pero creo que a Óscar le cayó mal una torta que se comío en la Central”, nos dijo uno de los camarógrafos mientras, entre risas, fumaba un cigarro que había sacado de una cajetilla negra con letras doradas entrelazadas: JPS.

Tras escuchar ruidos humanos que provenían de nuestro baño de casa de Infonavit, decidí cambiar de disco y subir el volumen. Hey! Baby, you've been on my mind tonight, I'm so low, I just had to sit down and write…

Eran las 8:00 de la mañana del sábado 8 de abril de 1989. Yo, entonces de 11 años, escuchaba en mi walkman Canal 98. Aunque en todas las estaciones se hablaba del concierto de Rod Stewart, en esa estación, mi favorita, estaban poniendo todos sus discos. Ahora sonaba el Out of order (1988), disco que sirvió para la gira mundial en la que Monterrey, Querétaro y Guadalajara fueron seleccionados. Me dirigía en mi bicicleta hacia Plaza de las Américas porque un amigo me había dicho que en Penny Land (extinto local de maquinitas) aún se podía encontrar intacto un cartel del concierto: “Te regalo uno de El Tri, güey. Al ‘Rock Estiguar’ nadie lo conoce”. Aún me sigo carcajeando de eso.

Cuando crucé Constituyentes, comenzó a sonar “Forever young” de Bob Dylan, pero en la versión de Rod Stewart quien, con Out of order trataba de reponerse de Camouflage (1984) y Every beat of my heart (1986), dos rotundos fracasos.

A esa hora todos los locales de la plaza estaban cerrados. Aunque en Gigante había muchos carteles, todos estaban vandalizados: a Rod con lentes, bigotes, lengua, colmillos… y las infaltables trampas metarreferenciales del tipo “Puto el que lo lea”. Cuando llegué a Penny Land ahí estaba un cartel impoluto, tal y como me lo había dicho mi amigo. Comenzé a despegarlo como si estuviera curando un fresco de la capilla sixtina. De pronto, una voz interrumpió mi delicado procedimiento:

–¿Cómo llegamos al estadio Corregidora, chavo?

–¿Van al concierto?– dije sin despegar la mirada ni las manos de mi botín.

–Simón, vamos a acampar ahí hasta mañana.

–Si me esperan tantito yo los llevo, vivo abajito del estadio– les dije mientras estaba despegando la última esquina del cartel.

Mi madre siempre tuvo la virtud de convertir en acogedor cualquier lugar en donde ella estaba. Quizás por eso, los turistas a quienes yo les servía de guía no dudaron en sentirse como en casa.

Mis turistas eran de San Juanico, San Pedro Tlachichilco y de la Morelos. Traían unas bolsas que decidieron dejar encargadas con mi madre, “no nos vayan a chingar nuestro equipaje, señito”, había dicho uno que traía una playera de los Stones.

–¿A cuánto les costaron sus boletos?– les pregunté.

–No tenemos boletos, carnalito. Pero andan en tres cabezas– dijo el segundo turista mientras comía una de las tortas que les había preparado mi madre.

–¿Tres cabezas?

–Simón, treinta mil varos.

–¿Y cómo le van a hacer?– les pregunté con angustia cómplice.

–Yo estuve en Avándaro, y lo que sí te digo es que vamos a entrar. Hay muchos güeyes que no saben ni qué pedo con Rod Stewart, pero sí tienen para pagar; nosotros, y veo que tú también, sabes qué onda con él– dijo otro de los turistas mientras urgaba mis discos en uno de los cajones de la consola.

Tenía razón. Uno de mis amigos de Quintas del Marqués, la del lado de los ricos, sí tuvo para comprarse un boleto de 25 mil pesos, pero ignoraba a quién iba ir a ver.

La noche del domingo, aprovechando la enésima riña de mis padres, salí sin boleto con rumbo al concierto. Solamente llevaba mi walkman, mi gorra con el logo de Atari y una sudadera Asics que mi mamá me había comprado en la ropa usada. Cuando llegué al estadio tuve que esperar a que se apaciguara una riña de quienes querían entrar vía portazo. Me fui acercando poco a poco, esquivando patrullas, mariguanos, pedradas y persecuciones por tierra. Cuando llegué al frente, un policía me tomó del hombro:

–¿Qué haces aquí, niño? ¿Dónde están tus papás? ¿No ves que traemos un desmadre aquí?

–Adentro, es que con la pelea no los pude alcanzar– dije usando la aungustia de entrar al concierto como careta.

–Ve con mi compañera, ella te va a llevar con tus padres, ándale– dijo el tamarindo más bien deslindándose. Por supuesto, la mujer policía ni siquiera se percató de mi presencia ya que estaba atendiendo a una descalabrada. Cuando llegué a la puerta principal, y con el caos aun reinante, pude pasar sin ningún problema.

Llegué a tiempo. Apenas entré al estadio, sonaba el primer estribillo: Hot legs, you're an alley cat, Hot legs, you scratch my back, Hot legs, bring your mother too, I love you, honey!


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