/ viernes 8 de octubre de 2021

De la nada al asombro de la escritura del ser

Filosofía y literatura

1

La nada es una condición existencial etérea. No se trata de un vacío, de una llanura deshabitada, de un espacio en blanco o de algo que no esté en su lugar. La nada es una afirmación tajante. En ese sentido, existe como intención de nombrar (o renombrar) una forma de realidad adyacente a la circularidad de la constante fuga. Esta intención tiene —a su vez— una significación atemporal, ya que parte de la idea (consciente o no) de que la nada se puede expresar —al menos susurrar— al oído de quien esté dispuesto a imaginarla.

Así, la nada implica no sólo su propio sentido prístino, existenciario, sino también —y no en menor medida— al que la expresa, así como al que la oye e imagina. Esta nada —además— no tiene un solo cuerpo: su ser se difumina en múltiples aprehensiones que la reconstruyen una y otra vez. Dicho de una forma: la «nada» no es una ‘nadería’, sino una forma profunda de existir y provocar existencia, al menos una existencia discursiva de lo que, sin ser, ‘es’.

El ser humano es, a partir de la nada, un ser que se descubre a sí mismo como asombro, un asombro de lo que no sabía que es, o puede ser. Es decir, se reconoce como algo (o alguien) que no le era conocido. Y es —precisamente— este desconocimiento el que puede comprenderse como ‘nada’. Se trata, así, de la palabra que descubre al que calla... sin decir nada, sin estar ahí siempre, sin ser ni siquiera ‘algo’.

Al final, sin embargo, esta nada termina por convertirse en un <todo> muy pesado. Y es que reconocer quien se es, no es cosa fácil; por una parte, implica callar o decir muchas cosas, aquellas que pueden descubrir de más al sujeto; por otra parte, hablar silencios aherrojados provoca deshacer más de una rutina existencia, y esto, en todo caso, llega resquebrajar el tiempo que se pensaba como propio. En suma: descubrirse es una forma de ser (al menos puede ser) descarnada, sobre todo cuando el silencio ha echado raíces de más en nuestra historia que se pensaba sin vacío alguno.

Entonces, de la nada a la existencia —como asombro— sólo está una historia que calla. No hay que olvidar que la historia llena de historias que son nadas, es decir, formas difusas, casi fragmentadas de la idea de <todo>. En este sentido, la realidad se multiplica como imbricación constante: ora nada, ora todo; ora historia, ora una nueva historia; ir, venir; decir, decidir; ser, hacer; estar, irse… regresar; ir, venir… Círculo vacío que no cesa de girar.

2

Las cosas no siempre son como son. A veces, también son de otra forma. Sin embargo, cuando se trata de «la nada», el problema se acrecienta, sobre todo cuando se busca definir su forma. ¿Qué forma tiene la nada?, ¿cuánto pesa? La respuesta se ramifica al grado de diluirse y desaparecer; sin embargo, de lo que podemos estar seguros es que pesa más de lo que aparenta. Y es que, a primera vista, la nada, al no observarse, parece no pesar nada: y… aunque nada es nada, a la vez nada es todo, ya que, cuando se le descubre en la intención existenciaria, como una forma de ser desde el asombro de lo que se es, llega a pesar más de lo que uno puede imaginar. Así, la nada pesa más que la realidad y más que la imaginación.

Su cuerpo de nada le da una sustancia especial que sobrepasa cualquier intención fáctica. No se trata —entonces— de una definición, sino de una aprehensión. La nada no se define, se vive. Y al vivirla, se vuelve infinitamente definible… aunque… insisto es una definición que se anula a sí misma al ser definida de formas infinitas.

La realidad, en este sentido, se vuelve en contra de sí misma. ¿Cómo hablar de la nada desde una realidad que se multiplica en el papel escrito? Escribir y decir nada son líneas que se cruzan en la mirada evanescente: fuga a golpe de tinta marchita.

La nada, ay la nada, excusa para no declarar la soledad, el hastío, el cansancio. La nada no es de uno, al menos eso aparenta. La nada siempre está lejos, en algún lugar del cosmos; en cambio, la soledad, el hastío y el cansancio denuncian al ser que los padece. Por eso es mejor la nada, después de todo, es una forma de escabullirse de uno mismo. Qué fácil es decir nada cuando se oculta un <todo> fragmentado, difuminado, resquebrajado.

La realidad es que la nada es una realidad flagrante. Una forma de decir que no se es, para ser desde el no-ser silente que somos en cada hora, en cada momento, en cada infinito en que somos más de lo que reconocemos que somos.

3

El <todo> está de luto: la nada lo ha suplantado. Ya nada es igual, todo y nada es lo mismo. La palabra se ha desvestido, ha mostrado que su desnudez está en los ojos de quien la miran. Sin embargo —a pesar de todo— el ser no se agota en la intención-de-ser. La nada se reconstituye como escritura, y así, entre constantes requiebros, descubre el todo-nada del ser.

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La nada es una condición existencial etérea. No se trata de un vacío, de una llanura deshabitada, de un espacio en blanco o de algo que no esté en su lugar. La nada es una afirmación tajante. En ese sentido, existe como intención de nombrar (o renombrar) una forma de realidad adyacente a la circularidad de la constante fuga. Esta intención tiene —a su vez— una significación atemporal, ya que parte de la idea (consciente o no) de que la nada se puede expresar —al menos susurrar— al oído de quien esté dispuesto a imaginarla.

Así, la nada implica no sólo su propio sentido prístino, existenciario, sino también —y no en menor medida— al que la expresa, así como al que la oye e imagina. Esta nada —además— no tiene un solo cuerpo: su ser se difumina en múltiples aprehensiones que la reconstruyen una y otra vez. Dicho de una forma: la «nada» no es una ‘nadería’, sino una forma profunda de existir y provocar existencia, al menos una existencia discursiva de lo que, sin ser, ‘es’.

El ser humano es, a partir de la nada, un ser que se descubre a sí mismo como asombro, un asombro de lo que no sabía que es, o puede ser. Es decir, se reconoce como algo (o alguien) que no le era conocido. Y es —precisamente— este desconocimiento el que puede comprenderse como ‘nada’. Se trata, así, de la palabra que descubre al que calla... sin decir nada, sin estar ahí siempre, sin ser ni siquiera ‘algo’.

Al final, sin embargo, esta nada termina por convertirse en un <todo> muy pesado. Y es que reconocer quien se es, no es cosa fácil; por una parte, implica callar o decir muchas cosas, aquellas que pueden descubrir de más al sujeto; por otra parte, hablar silencios aherrojados provoca deshacer más de una rutina existencia, y esto, en todo caso, llega resquebrajar el tiempo que se pensaba como propio. En suma: descubrirse es una forma de ser (al menos puede ser) descarnada, sobre todo cuando el silencio ha echado raíces de más en nuestra historia que se pensaba sin vacío alguno.

Entonces, de la nada a la existencia —como asombro— sólo está una historia que calla. No hay que olvidar que la historia llena de historias que son nadas, es decir, formas difusas, casi fragmentadas de la idea de <todo>. En este sentido, la realidad se multiplica como imbricación constante: ora nada, ora todo; ora historia, ora una nueva historia; ir, venir; decir, decidir; ser, hacer; estar, irse… regresar; ir, venir… Círculo vacío que no cesa de girar.

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Las cosas no siempre son como son. A veces, también son de otra forma. Sin embargo, cuando se trata de «la nada», el problema se acrecienta, sobre todo cuando se busca definir su forma. ¿Qué forma tiene la nada?, ¿cuánto pesa? La respuesta se ramifica al grado de diluirse y desaparecer; sin embargo, de lo que podemos estar seguros es que pesa más de lo que aparenta. Y es que, a primera vista, la nada, al no observarse, parece no pesar nada: y… aunque nada es nada, a la vez nada es todo, ya que, cuando se le descubre en la intención existenciaria, como una forma de ser desde el asombro de lo que se es, llega a pesar más de lo que uno puede imaginar. Así, la nada pesa más que la realidad y más que la imaginación.

Su cuerpo de nada le da una sustancia especial que sobrepasa cualquier intención fáctica. No se trata —entonces— de una definición, sino de una aprehensión. La nada no se define, se vive. Y al vivirla, se vuelve infinitamente definible… aunque… insisto es una definición que se anula a sí misma al ser definida de formas infinitas.

La realidad, en este sentido, se vuelve en contra de sí misma. ¿Cómo hablar de la nada desde una realidad que se multiplica en el papel escrito? Escribir y decir nada son líneas que se cruzan en la mirada evanescente: fuga a golpe de tinta marchita.

La nada, ay la nada, excusa para no declarar la soledad, el hastío, el cansancio. La nada no es de uno, al menos eso aparenta. La nada siempre está lejos, en algún lugar del cosmos; en cambio, la soledad, el hastío y el cansancio denuncian al ser que los padece. Por eso es mejor la nada, después de todo, es una forma de escabullirse de uno mismo. Qué fácil es decir nada cuando se oculta un <todo> fragmentado, difuminado, resquebrajado.

La realidad es que la nada es una realidad flagrante. Una forma de decir que no se es, para ser desde el no-ser silente que somos en cada hora, en cada momento, en cada infinito en que somos más de lo que reconocemos que somos.

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El <todo> está de luto: la nada lo ha suplantado. Ya nada es igual, todo y nada es lo mismo. La palabra se ha desvestido, ha mostrado que su desnudez está en los ojos de quien la miran. Sin embargo —a pesar de todo— el ser no se agota en la intención-de-ser. La nada se reconstituye como escritura, y así, entre constantes requiebros, descubre el todo-nada del ser.

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