Documentales

Leonardo Kosta

  · sábado 5 de mayo de 2018

El festival Ambulante en Querétaro abrió con la proyeccion de Ayotzinapa, el paso de la tortuga, de Enrique García Meza (2017). Foto: Fernando Reyes

Por cuestiones ajenas a nuestra voluntad (para emplear el lugar común que tratando de ocultar algo nunca dice nada) solamente hemos podido asistir a dos documentales de Ambulante y a la primera película de la 64 Muestra Internacional de Cine. No obstante, las tres obras nos permitirán pensar en la necesidad de documentar la realidad que vivimos.

En este sentido, es loable la entrega de dos buenos actores (Gael García y Diego Luna) quienes, sin menospreciar el gran mercado del cine comercial, ocupan parte de su tiempo en difundir los mejores documentales del mundo, filmes que en muchas ocasiones están confinados a los peores horarios de la televisión o, simplemente, no se toman en cuentan. Ellos han entendido que el arte, el verdadero arte, no puede ser ajeno a la sociedad en la que trabajan y, gracias a eso, pudimos ver Ayotzinapa, el paso de la tortuga, de Enrique García Meza (2017).

La película aprovecha los códigos del buen documental y de la buena cinematografía para lograr un producto que, manteniendo el punto de vista en el dolor de los padres y los compañeros de los 43 estudiantes desaparecidos en la ciudad de Iguala, Guerrero, en dos o tres secuencias asesta un golpe contundente a un aspecto que soslayó la investigación oficial: el autobús que nunca fue baleado y se retiró de la escena del crimen con escolta.

Todo lo contrario, me parece, sucede en el documental brasileño Mi cuerpo es político, de Alice Riff (2017), en el cual la cinematografía va en lugar preponderante con el fin de grabar momentos claves en la vida de las personas que pertenecen a la comunidad LGBTQ+. Esos momentos suceden a propósito para ser filmados pero esta condición no falsea lo que acontece en la vida real. Un ejemplo: la cámara graba el desayuno en el hogar de una mujer que antes fue varón, más adelante la vemos en funciones de directora de una escuela para niños, pues ella tiene una maestría en educación, y unas cuantas secuencias después la vemos en un grupo de apoyo hablando de las dificultades que tuvo para realizar su tesis con un tema de su condición. El entorno es real y el cine, estando presente, se borra en beneficio del retrato auténtico.

En cambio De la Infancia, película de Carlos Carrera (2010) que inauguró la 64 Muestra, es puro cine; es más, es puro guión filmado con excelencia. Todo sucede en un cerro de la Ciudad de México: el hacinamiento, la violencia, las maneras de ser, la moral, se dan en las mismas condiciones que se dan en una favela brasileña, o en un hacinamiento urbano de la India, con familias que son uña y mugre con la violencia que les permite sobrevivir.

En este caso, por el camino del cine de ficción llegamos a la realidad, a la misma realidad que retrataría un documental, a la misma que en aras de la distracción muchas veces nos negamos a ver. Cuando Buñuel documentó la realidad de la Ciudad de México en su memorable película Los Olvidados provocó el enojo de las damas empingorotadas de la alta sociedad, quienes consideraron al director como un metiche que calumniaba al país. Desde esos puntos de vista tan exquisitos, la realidad real no existe aunque ahí esté, y no se la ve, o no se la quiere ver en las pantallas porque consideramos que la diversión es una manera de pasar el rato, de matar el tiempo, de reír sin ton ni son, pero el arte de todos los tiempos fue y será creación que se genera en la realidad, aunque la obra sea fantástica, como sucede en De la Infancia, cuando uno de los niños escapa de la miseria conduciendo un transformer.

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