Drácula y la escritura que se evapora (cuando se lee)

Literatura y filosofía

José Martín Hurtado Galves

  · lunes 11 de febrero de 2019

La tinta explota en el papel | golpe |: alas en vuelo infinito. Algunas letras se vuelven de sangre (plumas en movimiento). Ríos de vida que sacian cualquier sed, no importan si es de voz[es-voces] o de silencios. Sólo queda como posibilidad la relectura; pero ésta, aunque luche, se vuelve exigua, nimia: un marasmo columbra —entonces— las necesidades gramaticales del vampiro-lector. Soledad, vacío, intermitencias para la teoría del todo.

Pero la soledad del texto es momentánea. Apenas si dura un instante: el tiempo suficiente en que muere una palabra. Cualquier voz es —en este sentido— remolino que se vuelve hacia su epicentro ontológico. Leer es ser: ser-leyendo. Irrupción en grama para castillos habitados por bebedores de letras que nunca dejaron de ser sangre. Por eso leer es llenarse de vida. De ahí que la lectura también sea cuestión de beberse la sangre de las letras.

Drácula está frente al papel escrito. La escritura cae | no deja de caer |. ¿Qué palabra puede resistir a la mirada seductora del lector? El texto es vencido. Hasta las comas y los puntos caen ante la mirada del vampiro. Escrutinio profundo, cruento, inevitable desnudez de marras, pérdida del sentido de los moldes tipográficos. Por eso no basta con decodificar grafías (lapidarias o no). Lo importante está en el fondo, o incluso en el trasfondo del sema (rasgo semántico). De cualquier modo hay ímpetus en brama que recorren sin piedad (o vergüenza) las líneas del texto.

Ya no hay nada qué hacer, el silencio quedó atrás. La cacería ha empezado. Las letras se preparan. Se reúnen y forman textos hiperfrásticos. Se amurallan detrás de los espacios en blanco y los márgenes que los envuelven. La realidad del texto se confunde: hay tinta que es sangre, y palabras que alimenta al lector (sangre para el vampiro).

Después de un rato la lectura se evapora | el ser no puede dejar de ser |. Cada cosa regresa a su lugar. Por eso el féretro, la muerte, el recuerdo que se aparece como fantasma, la sensación de haber estado frente al vampiro. Y es que la sangre (palabra) es vital para el lector. Sin ella su cuerpo se llena de olvido y desaparece (puede desaparecer). De ahí que el texto sea más dudas en el papel.

Hay luces de sombra in|cierta, metáforas que irisan el texto. Realidades que subyacen y columbran la interpretación intertextual de la gramática. Drácula lo sabe: ser es no ser si no se lee. Sobre aviso no hay engaño. La lectura no es ajena a la realidad textual. El pos-texto es pretexto que hace noche. Oscuridad, sí, pero sólo para convocar al amanecer a una nueva relectura.

La brisa se teje de voces que se leyeron. Se anima y reorienta a partir de los intersticios de verdades no pronunciadas. Así se recrea el texto: irrumpiendo en sí mismo, dejando de lado cualquier acto de misericordia lectora. Hay-que-leer-que-hay. Quedarse sin escapatoria. La reflexión es acción cotidiana [debe serlo]. No hay —en este sentido— regreso al texto primigenio | génesis de lingüística impresa |. Una vez que el vampiro ha mordido a la presa, ésta no puede escapar: tarde o temprano caerá rendida a sus pies; o morirá, si no resiste las críticas literarias.

Las letras tejen su propio destino. Es cierto que Drácula las acecha, que no las deja salir de su castillo; sin embargo, aun así, ellas tienen por opción la muerte, es decir el olvido de sí mismas, la entrega —aunque no necesariamente de manera absoluta— al lector. En todo caso hay algo verdadero: las palabras que se leen, con el tiempo, dejan de ser palabras, se convierten en silencios que aleatoriamente hieren al lector en forma de aforismos.

Los espacios en blanco (incluyendo los márgenes), suelen quedarse en los repliegues de la página. Se agazapan para no ser vistos por el vampirito-lector. Saben que una vez iniciada la cacería, ya no hay posibilidad de detenerla. La sed de sangre [palabras] es insaciable. No existe un lugar absolutamente seguro. Cada rincón deshabitado del castillo, cada vacío del libro, del papel, es un nuevo páramo para volar de noche, guiándose solamente por el instinto que produce la tipografía de la oración.

Sin embargo hay que tener presente que la luz de la reflexión que hace silencio, no es manjar para cualquier paladar. Para saborear las letras hay que estar hecho también de letras, hay que tener tinta escrita en las venas y espacio vital para el vacío después de leer. Se trata —en todo caso— de continuar en el camino de las líneas (o renglones) del texto, no necesariamente unidireccional. Cada quien puede anidar en el árbol que más le guste; los textos suelen ser arboledas no sólo para pernoctar.

Si la mirada del vampiro no es suficiente para el texto, entonces hay que buscar al vampiro que nos habita como subconsciente. Siempre hay la posibilidad de releer lo que creíamos ya comprendido, o disfrutado. La relectura es vital para el ser-siendo del lector. Sin ella, el golpe del silencio puede ser más profundo que las mismas letras.

Leer y ser, ser para volar en noches de lectura y relectura. Después de todo, si nos asumimos como vampiros-lectores, no hay textos que nos sean ajenos. Y si nuestra mordida no hace mella en ellos, ahí están nuestros ojos: para guiarlos al subconsciente literario de la emoción que produce el acto infinito de leer.