/ miércoles 12 de julio de 2023

El baile de los palomos: `Pueblerina´

Vitral


El personaje llamado Aurelio en la película Pueblerina (México, 1948. Dir. Emilio “Indio” Fernández), gusta porque nunca se rinde. Tiene una voluntad de hierro, y aunque es tan solo un personaje de película puede representar a gente real que posee esas cualidades, y que ante los avatares de la vida tienen una visión optimista, proactiva, con un punto de vista siempre positivo. Fue un gran éxito haber elegido a Roberto Cañedo para representar el que fue su primer papel protagónico. Cañedo da vida a este individuo que golpeado por todos lados por la vida, mantiene el espíritu en alto, la voluntad férrea, y que recurre al amor, la empatía y la compasión como herramientas para vivir.

A algunos puede parecer muy maniquea la película con sus personajes buenos buenos buenos y malos malos malos, pero esta es una situación posible, y quien haya vivido y observado atentamente sabrá que esto existe. Nuestro personaje ha sufrido toda clase de injusticias, incluso la cárcel, en la cual su fe en la virgen de Guadalupe le da fuerza y esperanza para aguantar hasta lograr su libertad. Cuando por fin sale libre busca reiniciar su vida con gran ímpetu. Visto a la distancia el cine del “Indio” Fernández quizá parezca estereotipado, lleno de lugares comunes y nubes preciosas –muy camp, diría Carlos Monsiváis–. Quizá haya un poco de razón, pero a la vez todo lo representado es posible en la vida real.

La confianza ciega de Aurelio en la justicia, en el trabajo, en el amor incondicional, lo llevan de regreso a un pueblo donde las mujeres murmuran y los hombres se estremecen de miedo ante el destino. El camino solitario del personaje requiere de una dignidad y valor inauditos. Una de las grandes frases de la película, que debemos al guion de Mauricio Magdaleno, es esta: “Las casas tienen también un alma”. Es una gran verdad que podemos constatar ya que cuando una casa no está habitada se va deteriorando a pasos rápidos. “El rencor es el rencor”, reza otro diálogo. En una sociedad, en un país, donde la justicia es endeble y muchas veces se vende al mejor postor, el tirano se impone, el criminal manda, pero aún así, hay hombres que mantienen su fe inquebrantable en la justicia. Julio, al que Aurelio intentó matar y dio por muerto, es el violador de la novia de su amigo, y su crimen quedó impune. Aurelio, a su regreso, no quiere venganza sino trabajar.

Pido a Dios que me mande una compañera”, dice la canción Dos arbolitos que Aurelio canta muy cerca de la casa abandonada en la que vive Paloma. Su amor reivindica lo perdido, lo abandonado. Ella cargaba con una culpa y vergüenza injustas, porque fue víctima de una violación, mientras que el criminal violador, abusando de su poder caciquil, gozaba de libertad e impunidad, y ella, tenía que esconderse como una rata. Pero el amor de Aurelio la reivindica y la va levantando poco a poco, hasta convertirla en la compañera que él anhela. Todo sucede en este gran y hermoso país, en donde ha costado tanto trabajo establecer el imperio de la ley, y en donde aún, desde el poder político, todavía hay quienes se burlan diciendo que “no me vengan con que la ley es la ley”.

En la boda civil entre Paloma y Aurelio tuvieron que firmar como testigos unos presos, y a la boda por la iglesia nadie asistió, el pueblo estaba aterrado por las amenazas del cacique Julio y su hermano. Aún así, Aurelio invita a sus coterráneos a la casa para celebrar, pero nadie llega. Paloma se decae totalmente, pero Aurelio dice: estamos de fiesta, y la saca a bailar una pieza del folclore nacional presentada como son jarocho La paloma y el palomo. Se trata de una de las escenas más impresionantes, tristes e impactantes en la historia del cine de oro mexicano y del cine mundial. Esa escena es una obra maestra, un aporte a la cinematografía. Conducida con firmeza por el “Indio” Fernández, y filmada con destreza por el gran fotógrafo Gabriel Figueroa, la escena es profundamente dialéctica, representa la tristeza y la alegría, el horror de la soledad y la bienaventuranza de la fe en sí mismo, la soledad infinita y la alegría personal interior que es invencible, el desánimo y la actitud positiva, el derrotado y el que no se rinde ante nada. En los planos visuales que nos regala Figueroa podemos atestiguar, casi como si estuviéramos presentes, la inmensa soledad de los novios, así como el coraje de Aurelio, quien está decidido a que nada lo derrote. Él no depende de nadie para ser feliz y expresar, a pesar de todo, su alegría por casarse con Paloma. Es entonces que saltan a la tarima a su baile nupcial, aunque no haya nadie, sabiendo que todo baile, en principio, es para sí mismo, y que la alegría es una cuestión del interior del alma. Si coincide con lo externo, maravilloso, pero si no, no importa, su felicidad viene del corazón, y no depende de otros para brotar como alegría y amor.

Paloma no posee el carácter de Aurelio, sin embargo, se deja conducir, influir, y aprende de la garra del que ahora es su marido. El “Indio” Fernández nos entrega una lección de suprema belleza, en donde podemos contemplar cómo la tragedia se convierte en algo estéticamente elevado, espiritual, producto del amor y la confianza. La tristeza y la soledad son elevados a rango de arte. Aunque, a pesar de todo, la pareja no logra superar totalmente el dolor que carga de origen, pero el intento está ahí, y la danza de La paloma y el palomo se desarrolla en una especie de vacío existencial, pero a la vez como un logro de quien no se rinde. En esa infinita soledad hasta los músicos se sienten tocando en el vacío, pero, encima de todo, el zapateado se consuma. “Que se vea que estamos de fiesta”, dice Aurelio. En el fondo, le importa lo que digan, aún depende de los demás, pero se impone, y beberán hasta el amanecer. “Vamos a bailar y vamos a beber, esta es nuestra fiesta, ¿no?”.

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Ejecutan su danza en forma sublime. Al terminar, ella no aguanta más y rompe a llorar. Aurelio le dice: “no llores… Recuerda lo que voy a decirte: en la vida hay que llevar siempre la cara levantada”, y lo recalca “Siempre… suceda lo que suceda”. Esas frases reflejan toda la actitud de Aurelio ante la vida.


https://escritosdealfonsofrancotiscareno.blogspot.com



El personaje llamado Aurelio en la película Pueblerina (México, 1948. Dir. Emilio “Indio” Fernández), gusta porque nunca se rinde. Tiene una voluntad de hierro, y aunque es tan solo un personaje de película puede representar a gente real que posee esas cualidades, y que ante los avatares de la vida tienen una visión optimista, proactiva, con un punto de vista siempre positivo. Fue un gran éxito haber elegido a Roberto Cañedo para representar el que fue su primer papel protagónico. Cañedo da vida a este individuo que golpeado por todos lados por la vida, mantiene el espíritu en alto, la voluntad férrea, y que recurre al amor, la empatía y la compasión como herramientas para vivir.

A algunos puede parecer muy maniquea la película con sus personajes buenos buenos buenos y malos malos malos, pero esta es una situación posible, y quien haya vivido y observado atentamente sabrá que esto existe. Nuestro personaje ha sufrido toda clase de injusticias, incluso la cárcel, en la cual su fe en la virgen de Guadalupe le da fuerza y esperanza para aguantar hasta lograr su libertad. Cuando por fin sale libre busca reiniciar su vida con gran ímpetu. Visto a la distancia el cine del “Indio” Fernández quizá parezca estereotipado, lleno de lugares comunes y nubes preciosas –muy camp, diría Carlos Monsiváis–. Quizá haya un poco de razón, pero a la vez todo lo representado es posible en la vida real.

La confianza ciega de Aurelio en la justicia, en el trabajo, en el amor incondicional, lo llevan de regreso a un pueblo donde las mujeres murmuran y los hombres se estremecen de miedo ante el destino. El camino solitario del personaje requiere de una dignidad y valor inauditos. Una de las grandes frases de la película, que debemos al guion de Mauricio Magdaleno, es esta: “Las casas tienen también un alma”. Es una gran verdad que podemos constatar ya que cuando una casa no está habitada se va deteriorando a pasos rápidos. “El rencor es el rencor”, reza otro diálogo. En una sociedad, en un país, donde la justicia es endeble y muchas veces se vende al mejor postor, el tirano se impone, el criminal manda, pero aún así, hay hombres que mantienen su fe inquebrantable en la justicia. Julio, al que Aurelio intentó matar y dio por muerto, es el violador de la novia de su amigo, y su crimen quedó impune. Aurelio, a su regreso, no quiere venganza sino trabajar.

Pido a Dios que me mande una compañera”, dice la canción Dos arbolitos que Aurelio canta muy cerca de la casa abandonada en la que vive Paloma. Su amor reivindica lo perdido, lo abandonado. Ella cargaba con una culpa y vergüenza injustas, porque fue víctima de una violación, mientras que el criminal violador, abusando de su poder caciquil, gozaba de libertad e impunidad, y ella, tenía que esconderse como una rata. Pero el amor de Aurelio la reivindica y la va levantando poco a poco, hasta convertirla en la compañera que él anhela. Todo sucede en este gran y hermoso país, en donde ha costado tanto trabajo establecer el imperio de la ley, y en donde aún, desde el poder político, todavía hay quienes se burlan diciendo que “no me vengan con que la ley es la ley”.

En la boda civil entre Paloma y Aurelio tuvieron que firmar como testigos unos presos, y a la boda por la iglesia nadie asistió, el pueblo estaba aterrado por las amenazas del cacique Julio y su hermano. Aún así, Aurelio invita a sus coterráneos a la casa para celebrar, pero nadie llega. Paloma se decae totalmente, pero Aurelio dice: estamos de fiesta, y la saca a bailar una pieza del folclore nacional presentada como son jarocho La paloma y el palomo. Se trata de una de las escenas más impresionantes, tristes e impactantes en la historia del cine de oro mexicano y del cine mundial. Esa escena es una obra maestra, un aporte a la cinematografía. Conducida con firmeza por el “Indio” Fernández, y filmada con destreza por el gran fotógrafo Gabriel Figueroa, la escena es profundamente dialéctica, representa la tristeza y la alegría, el horror de la soledad y la bienaventuranza de la fe en sí mismo, la soledad infinita y la alegría personal interior que es invencible, el desánimo y la actitud positiva, el derrotado y el que no se rinde ante nada. En los planos visuales que nos regala Figueroa podemos atestiguar, casi como si estuviéramos presentes, la inmensa soledad de los novios, así como el coraje de Aurelio, quien está decidido a que nada lo derrote. Él no depende de nadie para ser feliz y expresar, a pesar de todo, su alegría por casarse con Paloma. Es entonces que saltan a la tarima a su baile nupcial, aunque no haya nadie, sabiendo que todo baile, en principio, es para sí mismo, y que la alegría es una cuestión del interior del alma. Si coincide con lo externo, maravilloso, pero si no, no importa, su felicidad viene del corazón, y no depende de otros para brotar como alegría y amor.

Paloma no posee el carácter de Aurelio, sin embargo, se deja conducir, influir, y aprende de la garra del que ahora es su marido. El “Indio” Fernández nos entrega una lección de suprema belleza, en donde podemos contemplar cómo la tragedia se convierte en algo estéticamente elevado, espiritual, producto del amor y la confianza. La tristeza y la soledad son elevados a rango de arte. Aunque, a pesar de todo, la pareja no logra superar totalmente el dolor que carga de origen, pero el intento está ahí, y la danza de La paloma y el palomo se desarrolla en una especie de vacío existencial, pero a la vez como un logro de quien no se rinde. En esa infinita soledad hasta los músicos se sienten tocando en el vacío, pero, encima de todo, el zapateado se consuma. “Que se vea que estamos de fiesta”, dice Aurelio. En el fondo, le importa lo que digan, aún depende de los demás, pero se impone, y beberán hasta el amanecer. “Vamos a bailar y vamos a beber, esta es nuestra fiesta, ¿no?”.

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Ejecutan su danza en forma sublime. Al terminar, ella no aguanta más y rompe a llorar. Aurelio le dice: “no llores… Recuerda lo que voy a decirte: en la vida hay que llevar siempre la cara levantada”, y lo recalca “Siempre… suceda lo que suceda”. Esas frases reflejan toda la actitud de Aurelio ante la vida.


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