/ miércoles 5 de septiembre de 2018

El concurso de ortografía I

¡Qué hermosa era mi maestra de Español en la secundaria! Se notaba que tenía poco en la profesión porque era muy joven, quizá 24 ó 25 años a lo mucho. Su cabello un poco corto, negro, grueso, con un peinado muy de principios de los setenta. Y era buena onda. Reunía los clásicos requisitos que uno anhela en una maestra, el arquetipo clásico, pero muy vigente para unos chamacos en pleno crecimiento y despertar: guapa, amable, moderna, de buen cuerpo. Yo era tímido, no era de los que se llevaban con los maestros, ni ella se llevaba con los alumnos, o mejor dicho, con los estudiantes, como le gustaba al subdirector de la secundaria que le dijeran a los muchachos. El hombre se molestaba mucho cuando nos los llamaban así.

Bertha se llamaba ella, Bertha, y su nombre nos traía loquitos a todos, sospecho que hasta a muchos profesores. A mí, en forma muy callada, pues como ya dije, era muy tímido. Pero eso no me impedía intentar mirar hasta donde pudiera cuando ella se sentaba en la silla del maestro en el salón de clase. No había escritorio sino sólo una mesa, así que se podían contemplar, con calma, pero disimuladamente, sus bellas y torneadas piernas. A veces utilizaba una medias de abuelita que cobraban vida moderna al ser acompañadas de una discreta falda corta; otras veces, no llevaba medias y esos días eran la locura: voltear a mirarla cuando subía las escaleras, con discreción espiarla cuando se sentaba en la silla, y estar atento a cualquier movimiento que hiciera y permitiera que su falda corta se levantara un poco más, era toda una aventura. Los días en que llevaba sus pantalones oscuros y anticuados no le importaban a nadie. Hasta la clase parecía más sosa y aburrida. Y no era sólo una percepción personal. Lo notaba en que a cada rato ella tenía que llamarle la atención a varios compañeros porque estaban bien distraídos o dando mucha lata.

Aunque la maestra Bertha se iba mucho por el lado del programa oficial, muchas reglas, mucha formalidad, muchos ejercicios en abstracto, sus clases no me parecían aburridas. Sobre todo porque se notaba que amaba su trabajo, que nos quería contagiar su amor por el idioma español, que no era tiesa ni dura ni grosera con nosotros. Y subrayo esto porque la secundaria estaba plagada de maestros gandallas. Eran los setentas, y los ánimos estaban caldeados por todos lados. Desde el maestro de deportes que a la entrada de la escuela iba escogiendo a quienes, nomás por sus güevos, como él mismo decía, tenían que romperse la madre ese día; o como el maestro de Civismo, que apunta de borradorazos –con tino de apache- y reglazos pretendía inculcarnos las reglas de ética y buen comportamiento social; o el caso de nuestro amado prefecto que cargaba una cadena, delgada, para asaetearnos cada vez que según él hacíamos algo incorrecto. En ese entorno, la profesora era un oasis, no era cariñosa ni se llevaba, pero nos respetaba y se preocupaba de que aprendiéramos, a pesar de los programas de estudio tan áridos y anquilosados.

Años después consideré a ese tipo de educación como muy atrasado, aunque ahora, al pasar más tiempo, creo que la educación secundaria ha sufrido una regresión más grande aún. Ahora en el siglo XXI, la gran mayoría de los chavos salen de secundaria perdidos, no saben nada de nada.

Las clases eran muy serias, medio secas, pero leíamos libros, escribíamos resúmenes, se armaban concursos de declamación donde conocíamos a algunos poetas y su obra, y se organizaban concursos de ortografía. Y yo me quejaba, ¡caramba! ahora los adolescentes de secundarias públicas ya casi no tienen nada de eso. Hoy todo es quesque por competencias y nuevos modelos, que entre otras barbaridades, por ejemplo, ponen a los alumnos a leer determinado número de palabras por minuto, si cumplen la meta numérica es suficiente, el maestro elaborará reportes interminables, horrendos y burocráticos, en donde dará cuenta de que la competencia se haya cumplido: apertura, desarrollo y cierre, se han llevado a cabo con displicencia. Vaya, vaya…

En aquel tiempo la cosa era más humana, más de seres vivos, a pesar de sus contradicciones. Aunque seguramente ahora, a pesar de la montaña burocrática de formatos por llenar, la vida seguirá respirando por algún rinconcito. En aquella década la educación, a pesar de todo, estaba más viva y era de más calidad, aún con la represión y la violencia de estado, los docentes estaban en mejores condiciones laborales y salariales que ahora, y el contexto era muy diferente al actual del nuevo milenio (título que es pura pantalla porque no hay tal modernidad o avance que implicaría nombre tan rimbombante). La maestra Bertha era además de una nueva y joven generación de profesores que quizá por lo mismo traían ganas de hacer las cosas de manera diferente. Aunque, a veces, la observaba sentada en la sala de maestros o caminando por el patio y la veía muy pensativa, la mirada incluso algo perdida o muy lejos de ahí, muy seria, absorta en su mundo personal. ¿Qué le sucederá -pensaba yo-, en qué estará pensando?, ¿le preocupará algo?

Cuando entraba al salón se dedicaba a lo suyo. Dejaba sus problemas y preocupaciones atrás, y se convertía en otra persona, atenta y dedicada. Un buen día nos informó de un concurso de ortografía para el cual deberíamos prepararnos. No creo que nadie en su casa le haya dedicado ni cinco minutos al asunto, pero el día señalado para el concurso llegó. No recuerdo haberme preparado de manera especial.

Sin mucho protocolo ni la gran cosa el día del examen para el concurso se repartieron las pruebas, contesté mis hojas, entregué y las clases siguieron como si nada. Era un viernes, al siguiente lunes no me presenté, me había sentido muy mal, me dolían las piernas, poco después supe que a ese tipo de dolor le llamaban reumas. También me dolían los codos y las muñecas. Fiebre reumática dijo el doctor. Me mandó unas pastillas llamadas Reumofán y unas inyecciones dolorosísimas de Benzetacil combinado. Como los dolores eran muy fuertes no me quedó más remedio que aceptar la terapia. No tenía de otra, no quería estar ahí tirado, incapacitado, alucinando no sé cuántas cosas como qué pasaría si no volviera a caminar. Pasó un día, otro, otro y otro y entonces supe que eso iría para algo largo, dos semanas en total. Se me hicieron eternas. Unos buenos vecinos se compadecieron de mí, y en muy buen plan me llevaron unos tomos de enciclopedias temáticas, bellísimas, que me cayeron de lujo e hicieron menos tediosa la recuperación. Leí mucho, mucho. Mitología griega, biografías, libros de estampas, que me compró mi mamá, con animales terrestres y acuáticos. Otro libro, también de cromos con la Vida de Jesús. Aparte, mis libros de poesías de cuando participé en concursos de declamación. Toda esta lectura me llenó de horas muy intensas y placenteras, así como la música de rock. Me pasé horas y horas escuchando Radio 590 -la Pantera-, Radio Éxitos y sobre todo Radio Capital, con su hora inglesa y Vibraciones.

Así pasaron esas dos largas semanas. En cuanto pude, y ayudado por un viejo bastón que era de mi tío comencé a caminar todo atrofiado. Si recuerdo bien, creo que fueron un poco más que 14 días, porque al principio de la tercera semana vinieron a mi casa a tocar la puerta. Mi padre -con su periódico sobre la mesa-, y nosotros estábamos comiendo. Cuando mamá abrió escuché una voz como muy oficiosa preguntando si ahí vivía yo, sí era mi casa. Dijo mamá, sí, aquí vive. -Es que venimos de parte de la secundaria a darle una información-, dijeron ellas. Eran una prefecta y una maestra del área de Orientación. Ah, sí, pasen, pasen. Mi papá era muy bueno para las relaciones sociales, era muy amable y atento, y con su buena voz como que apantallaba. -Venimos a darles una información- dijeron. Su hijo ganó el concurso reciente de ortografía y va a representar al plantel en el concurso de zona. Como no ha ido a la escuela venimos a avisarles para que se vaya preparando y estudie mucho, señaló la orientadora. Mi mamá se emocionó bastante y preguntaba detalles. Papá escuchaba atento. Yo estaba muy contento, aunque nunca lo esperé ni lo deseé ni lo imaginé, pero bueno, bienvenido el triunfo y adelante, pensé.

El encuentro fue breve, la prefecta y la maestra debían regresar a sus labores. En cuanto salieron de la casa parecía como si aquello no hubiera sido real, como si todo se reacomodara a como estaba hasta antes de que tocaran la puerta. Mamá esperaba que papá tomara la iniciativa, a ver qué decía. Mi papá volvió a su periódico sin voltear ni comentar nada en absoluto, como si nada hubiera sucedido. Yo sentía que había ganado el premio Nobel de literatura, pero mi papá ni siquiera me volteaba a ver. (Continuará)

https://escritosdeaft.blogspot.com


¡Qué hermosa era mi maestra de Español en la secundaria! Se notaba que tenía poco en la profesión porque era muy joven, quizá 24 ó 25 años a lo mucho. Su cabello un poco corto, negro, grueso, con un peinado muy de principios de los setenta. Y era buena onda. Reunía los clásicos requisitos que uno anhela en una maestra, el arquetipo clásico, pero muy vigente para unos chamacos en pleno crecimiento y despertar: guapa, amable, moderna, de buen cuerpo. Yo era tímido, no era de los que se llevaban con los maestros, ni ella se llevaba con los alumnos, o mejor dicho, con los estudiantes, como le gustaba al subdirector de la secundaria que le dijeran a los muchachos. El hombre se molestaba mucho cuando nos los llamaban así.

Bertha se llamaba ella, Bertha, y su nombre nos traía loquitos a todos, sospecho que hasta a muchos profesores. A mí, en forma muy callada, pues como ya dije, era muy tímido. Pero eso no me impedía intentar mirar hasta donde pudiera cuando ella se sentaba en la silla del maestro en el salón de clase. No había escritorio sino sólo una mesa, así que se podían contemplar, con calma, pero disimuladamente, sus bellas y torneadas piernas. A veces utilizaba una medias de abuelita que cobraban vida moderna al ser acompañadas de una discreta falda corta; otras veces, no llevaba medias y esos días eran la locura: voltear a mirarla cuando subía las escaleras, con discreción espiarla cuando se sentaba en la silla, y estar atento a cualquier movimiento que hiciera y permitiera que su falda corta se levantara un poco más, era toda una aventura. Los días en que llevaba sus pantalones oscuros y anticuados no le importaban a nadie. Hasta la clase parecía más sosa y aburrida. Y no era sólo una percepción personal. Lo notaba en que a cada rato ella tenía que llamarle la atención a varios compañeros porque estaban bien distraídos o dando mucha lata.

Aunque la maestra Bertha se iba mucho por el lado del programa oficial, muchas reglas, mucha formalidad, muchos ejercicios en abstracto, sus clases no me parecían aburridas. Sobre todo porque se notaba que amaba su trabajo, que nos quería contagiar su amor por el idioma español, que no era tiesa ni dura ni grosera con nosotros. Y subrayo esto porque la secundaria estaba plagada de maestros gandallas. Eran los setentas, y los ánimos estaban caldeados por todos lados. Desde el maestro de deportes que a la entrada de la escuela iba escogiendo a quienes, nomás por sus güevos, como él mismo decía, tenían que romperse la madre ese día; o como el maestro de Civismo, que apunta de borradorazos –con tino de apache- y reglazos pretendía inculcarnos las reglas de ética y buen comportamiento social; o el caso de nuestro amado prefecto que cargaba una cadena, delgada, para asaetearnos cada vez que según él hacíamos algo incorrecto. En ese entorno, la profesora era un oasis, no era cariñosa ni se llevaba, pero nos respetaba y se preocupaba de que aprendiéramos, a pesar de los programas de estudio tan áridos y anquilosados.

Años después consideré a ese tipo de educación como muy atrasado, aunque ahora, al pasar más tiempo, creo que la educación secundaria ha sufrido una regresión más grande aún. Ahora en el siglo XXI, la gran mayoría de los chavos salen de secundaria perdidos, no saben nada de nada.

Las clases eran muy serias, medio secas, pero leíamos libros, escribíamos resúmenes, se armaban concursos de declamación donde conocíamos a algunos poetas y su obra, y se organizaban concursos de ortografía. Y yo me quejaba, ¡caramba! ahora los adolescentes de secundarias públicas ya casi no tienen nada de eso. Hoy todo es quesque por competencias y nuevos modelos, que entre otras barbaridades, por ejemplo, ponen a los alumnos a leer determinado número de palabras por minuto, si cumplen la meta numérica es suficiente, el maestro elaborará reportes interminables, horrendos y burocráticos, en donde dará cuenta de que la competencia se haya cumplido: apertura, desarrollo y cierre, se han llevado a cabo con displicencia. Vaya, vaya…

En aquel tiempo la cosa era más humana, más de seres vivos, a pesar de sus contradicciones. Aunque seguramente ahora, a pesar de la montaña burocrática de formatos por llenar, la vida seguirá respirando por algún rinconcito. En aquella década la educación, a pesar de todo, estaba más viva y era de más calidad, aún con la represión y la violencia de estado, los docentes estaban en mejores condiciones laborales y salariales que ahora, y el contexto era muy diferente al actual del nuevo milenio (título que es pura pantalla porque no hay tal modernidad o avance que implicaría nombre tan rimbombante). La maestra Bertha era además de una nueva y joven generación de profesores que quizá por lo mismo traían ganas de hacer las cosas de manera diferente. Aunque, a veces, la observaba sentada en la sala de maestros o caminando por el patio y la veía muy pensativa, la mirada incluso algo perdida o muy lejos de ahí, muy seria, absorta en su mundo personal. ¿Qué le sucederá -pensaba yo-, en qué estará pensando?, ¿le preocupará algo?

Cuando entraba al salón se dedicaba a lo suyo. Dejaba sus problemas y preocupaciones atrás, y se convertía en otra persona, atenta y dedicada. Un buen día nos informó de un concurso de ortografía para el cual deberíamos prepararnos. No creo que nadie en su casa le haya dedicado ni cinco minutos al asunto, pero el día señalado para el concurso llegó. No recuerdo haberme preparado de manera especial.

Sin mucho protocolo ni la gran cosa el día del examen para el concurso se repartieron las pruebas, contesté mis hojas, entregué y las clases siguieron como si nada. Era un viernes, al siguiente lunes no me presenté, me había sentido muy mal, me dolían las piernas, poco después supe que a ese tipo de dolor le llamaban reumas. También me dolían los codos y las muñecas. Fiebre reumática dijo el doctor. Me mandó unas pastillas llamadas Reumofán y unas inyecciones dolorosísimas de Benzetacil combinado. Como los dolores eran muy fuertes no me quedó más remedio que aceptar la terapia. No tenía de otra, no quería estar ahí tirado, incapacitado, alucinando no sé cuántas cosas como qué pasaría si no volviera a caminar. Pasó un día, otro, otro y otro y entonces supe que eso iría para algo largo, dos semanas en total. Se me hicieron eternas. Unos buenos vecinos se compadecieron de mí, y en muy buen plan me llevaron unos tomos de enciclopedias temáticas, bellísimas, que me cayeron de lujo e hicieron menos tediosa la recuperación. Leí mucho, mucho. Mitología griega, biografías, libros de estampas, que me compró mi mamá, con animales terrestres y acuáticos. Otro libro, también de cromos con la Vida de Jesús. Aparte, mis libros de poesías de cuando participé en concursos de declamación. Toda esta lectura me llenó de horas muy intensas y placenteras, así como la música de rock. Me pasé horas y horas escuchando Radio 590 -la Pantera-, Radio Éxitos y sobre todo Radio Capital, con su hora inglesa y Vibraciones.

Así pasaron esas dos largas semanas. En cuanto pude, y ayudado por un viejo bastón que era de mi tío comencé a caminar todo atrofiado. Si recuerdo bien, creo que fueron un poco más que 14 días, porque al principio de la tercera semana vinieron a mi casa a tocar la puerta. Mi padre -con su periódico sobre la mesa-, y nosotros estábamos comiendo. Cuando mamá abrió escuché una voz como muy oficiosa preguntando si ahí vivía yo, sí era mi casa. Dijo mamá, sí, aquí vive. -Es que venimos de parte de la secundaria a darle una información-, dijeron ellas. Eran una prefecta y una maestra del área de Orientación. Ah, sí, pasen, pasen. Mi papá era muy bueno para las relaciones sociales, era muy amable y atento, y con su buena voz como que apantallaba. -Venimos a darles una información- dijeron. Su hijo ganó el concurso reciente de ortografía y va a representar al plantel en el concurso de zona. Como no ha ido a la escuela venimos a avisarles para que se vaya preparando y estudie mucho, señaló la orientadora. Mi mamá se emocionó bastante y preguntaba detalles. Papá escuchaba atento. Yo estaba muy contento, aunque nunca lo esperé ni lo deseé ni lo imaginé, pero bueno, bienvenido el triunfo y adelante, pensé.

El encuentro fue breve, la prefecta y la maestra debían regresar a sus labores. En cuanto salieron de la casa parecía como si aquello no hubiera sido real, como si todo se reacomodara a como estaba hasta antes de que tocaran la puerta. Mamá esperaba que papá tomara la iniciativa, a ver qué decía. Mi papá volvió a su periódico sin voltear ni comentar nada en absoluto, como si nada hubiera sucedido. Yo sentía que había ganado el premio Nobel de literatura, pero mi papá ni siquiera me volteaba a ver. (Continuará)

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