El concurso de ortografía III

Alfonso Franco Tiscareño

  · miércoles 26 de septiembre de 2018

Aunque quizá he sido un gran hipócrita que nunca me he atrevido a confesar que guardo algún rencor o resentimiento contra mis padres, porque entonces toda la moral y el pecado caerían sobre mí, me aplastarían en los infiernos. Y lo que tengo que callar se me convierte en males en el cuerpo, achaques, que a futuro podrían convertirse en males crónicos y en incapacidad para amar a los que me sucedan, o cuando tenga hijos. Ellos tampoco sabrían amar, y la capa del dolor se extendería hasta a mis nietos. Tengo que romper esta cadena de incomunicación y desamor. Por eso, hoy estoy aquí, espero que humilde y sinceramente, tratando de encontrar respuestas a lo que me sucede desde aquel día en que gané el concurso de ortografía, y las autoridades de mi escuela fueron a buscarme a la casa. Pensé que a mi padre le daría un gran orgullo y brincaría de gusto para celebrarme, pero no, lo único que recibí fue una cubetada de frialdad e indiferencia, silencio absoluto. Aquí lo que importa es cómo lo tomó mi inconsciente, cómo lo almacenó, cómo lo interpretó. Ya que al ser guardado, sellado, tapiado, de esta manera, con el paso del tiempo se ha convertido en incapacidad para amar, para expresar los sentimientos, ojetez para con los triunfos de otros, incomunicación, incapacidad de hablar en los momentos claves. No es cuestión de vengarme, sino de comprender y aceptar que pueden existir tales sentimientos de odio y rencor, no para regodearse en ellos sino para encontrar la llave de salida del infierno y de la enfermedad, del resentimiento escondido, de los traumas, y así poder amar con sinceridad y madurez a mis padres, aceptando con toda naturalidad las cosas buenas de ellos, reconociendo los enormes errores que pudieran haber tenido. Eso no me hace un mal hijo, al contrario, me permitirá comprender la complejidad de la vida con todos sus avatares, contradicciones y conflictos.

Me doy cuenta, mirándome a un espejo, que la respuesta está en mí mismo. Que lo que no fue ya no será, no porque no se quiera sino porque ya es imposible físicamente. Pero, nunca es tarde cuando la dicha es mucha. Frente a este espejo me doy cuenta que comprendiéndome, amándome, apoyándome, estoy rompiendo con esa cadena. Me puedo liberar de todo rencor, entender a mi padre y sentir una gran empatía por él, acariciarlo yo mismo. La ausencia de rencor y coraje no vendrá de un acto forzado, sino de razonar, de no juzgar con dureza de alma. El reino de los cielos está dentro de mí, ahí está la fuente que mana. Si es una construcción intelectual no me importa, porque tiene vida en este presente y actúa en lo concreto. Este es el verdadero ajuste de cuentas que requiero. No habrá balas, no habrá moralina ni rencor. Habrá amor y compasión auténticas, producto del razonamiento, la experiencia, el estudio teórico, la comprensión. Y mi cuerpo lo contará, sentirá, cantará; podré entonar un himno de sanación, de salvación; mi conciencia estará libre de todo maledicencia; mi cuerpo y mi mente lo manifestarán, y como una flor ofreceré mi mejor aroma a la vida en la Tierra.

Espero también me sepan disculpar los que dejé noqueados en el camino de mi vida. Es que traía colgado todo esto y no me daba cuenta o lo negaba o no lo comprendía. Hasta que me apareció más menos claro, porque antes me asaltaba y me saltaba en el camino, como un recuerdo triste que asomaba una y otra vez. Lo puedes empujar hacia abajo, negarlo, cagarte en él, pero ahí está. Decidí mejor sacarlo a pasear, a ventilar, ver qué rostro tenía. En el juego de la ruleta de la vida quizá lo atractivo sea que sepas porqué apuestas a determinado número. La ruleta puede estar trucada, los otros quizá no sepan ni a que juegan, pero todos están sentados a la mesa. ¿Tú sí sabes a qué jue-fe ga-fas? Eso es lo que hace que te sientas mejor y a gusto en el complejo juego.

Todavía con dolor contemplo a ese niño, sentado ahí, a la mesa, callado, temeroso, incapaz de levantar la voz y exigir sus derechos, ensimismado, con los hombros un tanto levantados. Eso de los hombros alzados me siguió durante muchos años, hasta casi provocarme un poco de joroba que a base de ejercicio y de estarme enderezando impedí se marcara más. Y todo cruza sus líneas en ese momento en aquella mesa, en mi silencio, en mi miedo. Ese niño, en aquella tremenda contradicción, amándose mucho a sí mismo, pero atemorizado y callado en esa circunstancia. Mi conciencia no lo pensó, pero quizá otra parte de mi ser quiso gritar: “Hey, papá, ¿que no ves, no te das cuenta? ¡Acabo de ganar el primer lugar en el concurso de ortografía en mi secundaria, y me van a llevar a concursar a otra escuela, la voy a representar! Hey, ¿no estás orgulloso de tener un hijo así, no soy motivo de satisfacción para ti? Hey, ¿no me quieres, no me puedes dirigir unas cuantas palabras de aliento? Hey, ¿no me puedes sentar en tus piernas , verme a los ojos y decirme “qué bien”? Hey, ¿no me puedes dar un beso y decir que me amas?

Nada de eso sucedió, y estoy ahí sentado, sobre aquella silla con recubrimiento de plástico que está más fría que nunca. Dentro de unos minutos me darás dinero para que me vaya al cine y puedas quedarte a solas con mi mamá. Cruzaré la puerta solo, con un poco de dinero en la bolsa, sin rumbo exacto y sin una palabra ni mirada que alimenten mi corazón.

Ahora bien, quizá todo aquello no fue más que una cara de la moneda, tan sólo mi percepción. Cacho y cacho. Un poco así otro poco asa. Qué sé de los sentimientos que pudieran estar pasando mis padres con sus propios asuntos entre ellos, qué sé de lo que estaba sucediendo en ese momento en que llegaron las personas de la secundaria. Seguro que hay más, mucho más, en ese tejido complejo. Ésta es tan sólo mi versión. Es importante, pero es sólo un punto de vista. Debo esforzarme para comprender otras verdades.

Me pregunto si se puede llegar a la verdad. Atravesaré el espejo, esa es la gran enseñanza de Alicia. Desde la conciencia, con calma, con cariño, atravesaré el espejo. Y poco a poco, iré viendo que hay ahí.

Sin ánimo de bondades falsas ni poses de telenovela barata, sin fingimientos a partir de haber leído libros de autoayuda, pero sí influido por religiones y creencias, puedo sentir, tocar con la intuición, que en mi corazón no existe odio ni rencor por aquella vivencia. No sólo lo del concurso, sino otras tantas historias que sería largo enumerar. A pesar de todo, y a menos que mi inconsciente me tenga controlado, no siento apego ni resentimiento sino agradecimiento porque con el correr de los años mi padre me demostró cuánto me amaba, a su manera. Quizá no fue la forma en la que yo hubiera querido. En su momento me dañó más de lo que hubiera aceptado, eso que ni qué, pero ahora comprendo que su conducta debe haberse debido a alguna situación de su vida, experiencias de su infancia que desconozco hasta la fecha y que tristemente ya no sabré nunca. Eso sí que es decepcionante. Lo demás no. Tengo pruebas de que mi padre me amó a su manera y eso es lo que me reconforta y me ayuda a madurar. Alcanzo a comprender que son muchos los aspectos que juegan y que no tengo los dados en mi mano. Nunca me abandonó, siempre estuvo al tanto de lo que me pasaba, me ayudó económicamente, me trató bien. Estas son pruebas más que suficientes para saber que no estoy alucinando. Por eso no me nace ningún rencor, no tengo qué reprochar, sino entender porqué un ser puede ser tan contradictorio. Como niño y adolescente me costó mucho trabajo comprenderlo.

Total, me fui al concurso zonal de ortografía. No le voy a echar la culpa a nadie, ya no avance más porque hasta ahí dio mi capacidad en ese entonces. Nadie volvió a mencionar ni a recordar jamás el tema, y sólo el paso de los años lo fue empujando a mis recuerdos. Sólo a base de pensarlo y observarlo me di cuenta cuánto pesaba en mi conciencia y de qué formas se había manifestado. Creo que nunca lo atrapé ni develé totalmente, pero lo que alcancé a ver fue fundamental para sanar un poco más la totalidad de mi ser. (Continuará).

https://escritosdeaft.blogspot.com