El concurso de ortografía IV

Alfonso Franco Tiscareño

  · miércoles 3 de octubre de 2018

Mi consciente no miente, pero mi inconsciente tampoco, por eso nuestra construcción como seres humanos es compleja. ¿Cuántos programas me faltan por no haberlos vivido?, ¿cuántas carencias se grabaron a fuego en mi ser todo?, ¿cuántos gritos ahogados, palabras calladas, contenidas?, ¿cuánto dolor, cuánta tristeza soterrada? Ahora, al enfrentar esto, el niño debe apapacharse solo, lamerse como lobo sus heridas. Mi consciencia me jala hacia adelante para evolucionar a pesar de la adversidad y salir purificado, bendecido, claro, sabio, amoroso, comprensivo.

Este no es un ajuste de cuentas con nadie, ni siquiera conmigo mismo, es una operación de limpieza del alma para conocerme, comprenderme y saber cómo actuar. Es necesario buscar todos los lados de asunto, esta no es una moneda de dos caras, se trata de un poliedro. Incluso, habrá que asomarse con valor a las caras más oscuras, armado de una antorcha de sabiduría, de filosofía, de lecturas. No voy a meterme como chivo en cristalería, sino como un ermitaño diogénico, linterna en mano, corazón cálido.

Atrapé algo de mi inconsciente, así que dejo de fingir, si jalo más la cuerda saldrá toda la podredumbre. A los 15 años escribí, con faltas de ortografía, un intento de poema titulado: 52 veces al año tengo padre. Lo que sucede es que mi dolor estaba taponado.

¡Hola, inconsciente!, ¿si te dejo salir, asomar, no te aprovecharás de mí? ¿ todavía oculto algo, me falta más por escupir?¿ahí ha estado eso pudriéndose dentro de mí y por ello tantos malestares? Los sentimientos de culpa son fantasmas que tienen un origen concreto. Mi luz es el fortalecimiento de mi conciencia.

¿Será que no existe la tierna infancia? A veces hay más tristeza, más dolor que alegría y felicidad, en otras ocasiones quedan tablas. Así es el juego de la vida. Muy poco de esto es azaroso, la mayor parte está determinado por los actos conscientes o inconscientes que llevamos a cabo, y la influencia de los demás en el entorno de uno. Mi infancia tuvo de todo, como la de cualquiera, eventos desagradables y tristes, pero también muchos hermosos y supremos. Los de afuera estaban ahí con su relajo, pero algo dentro de mí determinó defenderse y vivir contento, quizá fue en parte una mascarada creada a partir de un instinto de supervivencia.

Ahí está mi papá, sentado a la mesa, con su pantalón de casimir y su guayabera color crema. Después de comer ve la tele un rato antes de seguir con su trabajo, siempre su trabajo. ¿Acaso no es el que nos da de comer, no tiene derecho un hombre a sumirse en su trabajo con todas sus ganas hasta alcanzar sus objetivos? ¿y el tiempo para su familia? Pero quién piensa en eso, quizá ni siquiera se daba cuenta. Cuando estaba contento platicaba, su sonora y hermosa voz llenaba el comedor, su contagiosa risa aparecía y el ambiente generaba una ecología acogedora. Rápido de ideas, inteligente, la palabra precisa , el cálculo exacto en cada cosa.

En otro momento escucho los pasos apresurados de mi padre, oigo el tintineo de las llaves, son varias, pero las tiene perfectamente ordenadas, cuál primero y porqué, cuál después. La llave adecuada entra, da vuelta a la cerradura, la puerta se abre, mi padre entra. La sala huele a la comida que mi madre ha preparado, por cierto deliciosa. Arroz blanco, caldo tlalpeño. Papá siempre come mientras bebe su bebida de cola con hielos. Nosotros estamos sentados a la mesa. Él bromea, mamá recorre con su mirada cálida la escena. Terminada la comida papá hace cuentas, calcula sobre papel. A veces hay discusiones por el dinero. No digo nada, estoy callado cuando eso sucede. Siento feo, pero qué puedo hacer. Tengo doce años y mi padre me intimida. Creo que por eso siempre tengo problemas con la autoridad o cualquier jerarquía, o me ponen nervioso o me declaro en rebeldía.

Creo que mi necesidad de comunicación quedó mutilada. No lo tengo muy claro, con el tiempo los recuerdos se van borrando o no existen. Sólo hay algo muy evidente: después de lo del concurso ya casi no pude comunicarme más que lo elemental, lo verdaderamente básico, con mi padre. Cuando papá llegaba me quedaba casi inmóvil, a la disposición, enfrente, quieto. Si estaba tocando la guitarra, dejaba inmediatamente de hacerlo. Jamás pude tocar la lira y menos cantar enfrente de él. ¿Qué triste, no?

La vez que quise comprar una guitarra dijo que no quería mariachis en la casa. Supongo que lo hizo por mi bien, preocupado respecto a qué sería de mí si me dedicara a ser un músico, no tendría de qué vivir. Si no fuera por la hermosa de mi madre … ella me llevó a la Lagunilla a comprarme una lira acústica, que tenía un brazo más ancho de lo normal y un sonido un tanto apagado, pero que con ella toqué y toqué y toqué; y la amé, la amé y la amé hasta que me brotaron hermosos callos en la punta de los dedos. Desde la mañana hasta la noche estaba pegado a ella, aprendiendo absolutamente a solas, sin apoyo, sin maestro, pero cuando mi papá llegaba entraba yo en un silencio absoluto.

Nunca comentó nada de la guitarra, ni siquiera sé si aunque sea de reojo la miraría. La guitarra apareció ahí “de pronto” y como no me veía tocar ni cantar pensaría que no era nada importante para mí. Y todo ese silencio de mi parte quizá, y digo quizá porque de verdad que no me queda claro o lo sigo negando, se me convirtió en una amargura inmovilizante, en síntomas físicos, a partir de una situación emocional, psíquica. Aunque a la vez era muy alegre, con mis amigos de la secundaria me divertía mucho y era muy latoso y vacilador. Es decir, nada que llamara la atención…o nadie lo supo ver. En la cama, cuando vinieron a buscarme para lo del concurso de ortografía, tenía dos semanas tirado por una fiebre reumática, es decir inmovilizante. No sé si sea coincidencia, que igual quedaba inmovilizado ante la presencia de mi padre. He averiguado, y para los que saben de la medicina cuerpo-mente, las reumas son un signo de falta de amor, de sentirse victimado, de cargar con una amargura crónica, de cargar con resentimientos no confesados. Quizá apenas estoy comenzando a ver.

Como se podrá notar la figura de mi madre queda un tanto empequeñecida. Quizá por la situación en que vivía. Sometida a los designios de mi papá, absolutamente dependiente de su palabra, de lo que le quisiera dar. Siempre con la esperanza de que las cosas fueran a cambiar un día. Sí, creo que empiezo a ver, o quizá siempre lo vi, pero nunca lo quise aceptar y menos comentar porque se iba a desatar un caos brutal. ¿Acaso no fue así hasta el final? Un montón de mentiras, de teatros y todos viviendo lo mejor posible encima de ello para que no se generara una tormenta brutal y destructora. Cómo puede un niño de 12 años cargar con eso, cómo enfrentarlo cuando estás a las puertas de la adolescencia y no hay nadie que te haga el paro porque tu mamá también va en el barco a la deriva. Exacto, es el reino del silencio obligado, del que te aplasta, del que surge del miedo, del inmovilizador.

Seguro mi papá creía que llevaba lo mejor posible las cosas, no se daba cuenta o no quería aceptar que su ausencia generaba un vacío de amor, de afecto, de palabras, de comunicación. Y mi ser no quería ir más allá en la relación entre ellos, no quería correr la cortina, porque sabía que sólo encontraría lágrimas y soledad. Lo sabía porque mamá lloraba seguido, y cuando le preguntaba porqué, se secaba sus lágrimas y decía que no pasaba nada, que se sentía un poco mal. Detrás de la cortina había una inmensa soledad, estaba oscuro, vacío, era una cueva fría.

Qué son todas estas palabras sino una búsqueda, una confianza absoluta en medio de la nada, guiado por la certeza de que el amor existe y es el único camino para seguir viviendo.

https://escritosdeaft.blogspot.com