/ sábado 3 de marzo de 2018

“El cuadrado” en un círculo vicioso

Por cuestiones laborales no esperé que le llegara el turno a la película The Square de Ruben Östlund en la 63 Muestra Internacional de Cine, así que me adelanté y compré un disco de los llamados pirata, aunque este trae la marca de la copiadora y, supongo, distribuidora. Compré la película en uno de los mercados de la ciudad: esa es la realidad.

The Square retrata la realidad que los suecos del filme no ven. O mejor dicho, solamente la ven en las obras de arte que exhibe un museo. El mismo curador (víctima de un asalto perpetrado a la manera de un happening teatral), que teoriza en cuanto a la moda de sacar de la realidad un objeto crudo y convertirlo en arte, no ve la realidad.

Un artista que expone sus montoncitos de grava en el piso del museo para llamar la atención sobre la realidad que nadie mira, no ve la realidad cuando ésta llega en la persona de un loco que interrumpe su rueda de prensa. El colmo se alcanza cuando en una cena de gala un personaje simiesco ejecuta un performance cuyo tema es la violencia. Superando los límites propuestos, el personaje aviva la violencia hasta provocar la reacción de los circunspectos suecos que, sin embargo, nunca reaccionan ante la violencia real.

El esnobismo que se codea con el arte, la moda que impele a buscar importancia social comprando arte arrinconan los objetos artísticos en compartimientos divorciados de la realidad, de tal manera que lo que el arte está clamando a gritos cae en oídos sordos y en ojos ciegos.

Los suecos viven un país cuasi perfecto, pero Suecia tiene sus lacras en las puertas del metro, en los rincones donde los gitanos mendigan, en las calles donde los transeúntes sufren asaltos similares a los que se dan en las ciudades latinoamericanas, en las que el arte también descontextualiza la realidad para convertirla en momia del panteón de las cosas inútiles, tal vez porque rellenamos los contendores del arte con vacío suponiendo que lo atiborramos de realidad.

Es probable que ese vacío vuelva a llenarse cuando la realidad lo alcance. Quiero decir, cuando suceda lo que pasó en un museo de Londres, en donde la afanadora echó al bote de basura una instalación montada con basura. Pero en Londres, o en la película The Square el artista pondrá el grito en el cielo contra la ignorancia que volvió la basura a la basura.

Surge entonces la pregunta: ¿El arte sirve para algo? Lamentablemente la respuesta hay que buscarla entre los senderos de un dédalo construido con la educación, la economía, la política, las costumbres que tergiversan la realidad para que no la veamos aunque la tengamos a un palmo de las narices.

Claro que también hay que considerar la autenticidad del arte. El mingitorio de Duchamps es arte porque el artista así lo decidió. Con audacia colocó el primer y único objeto cotidiano que es arte. Los que repiten su acción, me parece, son imitadores ejecutando variaciones sobre el tema que Duchamps canceló definitivamente.

Por cuestiones laborales no esperé que le llegara el turno a la película The Square de Ruben Östlund en la 63 Muestra Internacional de Cine, así que me adelanté y compré un disco de los llamados pirata, aunque este trae la marca de la copiadora y, supongo, distribuidora. Compré la película en uno de los mercados de la ciudad: esa es la realidad.

The Square retrata la realidad que los suecos del filme no ven. O mejor dicho, solamente la ven en las obras de arte que exhibe un museo. El mismo curador (víctima de un asalto perpetrado a la manera de un happening teatral), que teoriza en cuanto a la moda de sacar de la realidad un objeto crudo y convertirlo en arte, no ve la realidad.

Un artista que expone sus montoncitos de grava en el piso del museo para llamar la atención sobre la realidad que nadie mira, no ve la realidad cuando ésta llega en la persona de un loco que interrumpe su rueda de prensa. El colmo se alcanza cuando en una cena de gala un personaje simiesco ejecuta un performance cuyo tema es la violencia. Superando los límites propuestos, el personaje aviva la violencia hasta provocar la reacción de los circunspectos suecos que, sin embargo, nunca reaccionan ante la violencia real.

El esnobismo que se codea con el arte, la moda que impele a buscar importancia social comprando arte arrinconan los objetos artísticos en compartimientos divorciados de la realidad, de tal manera que lo que el arte está clamando a gritos cae en oídos sordos y en ojos ciegos.

Los suecos viven un país cuasi perfecto, pero Suecia tiene sus lacras en las puertas del metro, en los rincones donde los gitanos mendigan, en las calles donde los transeúntes sufren asaltos similares a los que se dan en las ciudades latinoamericanas, en las que el arte también descontextualiza la realidad para convertirla en momia del panteón de las cosas inútiles, tal vez porque rellenamos los contendores del arte con vacío suponiendo que lo atiborramos de realidad.

Es probable que ese vacío vuelva a llenarse cuando la realidad lo alcance. Quiero decir, cuando suceda lo que pasó en un museo de Londres, en donde la afanadora echó al bote de basura una instalación montada con basura. Pero en Londres, o en la película The Square el artista pondrá el grito en el cielo contra la ignorancia que volvió la basura a la basura.

Surge entonces la pregunta: ¿El arte sirve para algo? Lamentablemente la respuesta hay que buscarla entre los senderos de un dédalo construido con la educación, la economía, la política, las costumbres que tergiversan la realidad para que no la veamos aunque la tengamos a un palmo de las narices.

Claro que también hay que considerar la autenticidad del arte. El mingitorio de Duchamps es arte porque el artista así lo decidió. Con audacia colocó el primer y único objeto cotidiano que es arte. Los que repiten su acción, me parece, son imitadores ejecutando variaciones sobre el tema que Duchamps canceló definitivamente.

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