Entre las credenciales que mi tío ostentaba estaba la de miembro del PRI y la de miembro del sindicato de trabajadores de la que entonces se llamaba Secretaría de la Reforma Agraria. Fue precisamente en esta última institución en donde consiguió trabajo gracias a una de sus creaciones más logradas como actor que fue la de interpretar en teatro el papel del profesor Otilio Montaño en la obra Calpuleque, que trataba de la vida de Emiliano Zapata, el caudillo revolucionario. Gracias a esa representación le dieron empleo ahí y después la misma Secretaría los mandaba a montar la obra por todo el país. Hasta al mismo presidente Luis Echeverría Álvarez la fue a ver, por eso mi tío tenía una foto con él. Imagen que mandó reproducir en pequeño para cargarla en su cartera, lo que le hizo muchos paros.
Como buen bohemio caminaba ebrio por las calles en la noche, y muy seguido los policías lo bolseaban y se lo querían llevar. Pero a partir de su foto con el presidente se sentía protegido, así que luego de ese evento cuando ya iba en serio su detención por parte de la ley él sacaba su foto. En ese entonces Echeverría todavía no era considerado un emisario del pasado, sino el señor presidente, amo y jefe del país. Así que los polis se terminaban cuadrando, pues no sabían con exactitud quién podría ser ese borracho que estaba abrazado con el mero chipocludo. Eran otros tiempos. A veces quería entrar bien briago al Metro y utilizó el mismo truco para lograrlo. Lo que no pudo evitar fue que cuando se le pasaban las copas los policías le dieran baje con relojes y dinero. De eso ninguna influencia lo pudo salvar.
¿Si tenía tanto potencial porqué no la hizo en la vida? Su hermana se lo advirtió muchas veces, la borrachera no te dejará hacer nada. Y él se molestaba brutalmente lanzando improperios a diestra y siniestra. También le dijo métete a Alcohólicos Anónimos, la respuesta era una sarta de groserías que se escuchaban por todos lados. “Yo no soy un borrachín -gritaba-, alcohólico es el que se queda tirado en la calle. Cuando me has visto así.” No se daba cuenta de cómo el vicio lo devoraba y paralizaba. Por eso no la hizo. No fue el destino, no fueron los dioses ni las estrellas. Fue lo que él decidió. En dónde estuvo la falla, qué frío descobijó su alma, porqué se reventaron una a una sus aún sus pompas de jabón y nunca lo aceptó ni se dio cuenta … o no quiso darse cuenta. Pensó lo que todos alguna vez hemos creído: aún tengo tiempo, a mí eso de fracasar no me va a pasar. Pero el destino lo alcanzó, se terminó su tiempo y sí le sucedió: el fracaso se le echó encima.
Finalmente, la peda lo absorbió. Su estruendo y su viento se desinflaron hasta el exterminio. Sí, tenía presencia, fuerza y energía. No creo que haya sido pura pantalla. Los seres humanos no somos pura imagen, perra imagen, pero en dónde quedó paralizado su movimiento. Qué tristeza y decepción tan grande me provocó el hecho de que aquel hombre tan fiero en el hogar, tan respondón, tan violento, aceptara mansamente la humillación que los jefes de su oficina burocrática le infligían. Seres oscuros que tenían un vulgar podercillo que utilizaban para proyectar su pequeñez. Creo que veían a mi tío como un advenedizo que ocupaba un puesto regalado en donde no hacía casi nada y que siempre estaba esperando el próximo viaje para convertirse en Otilio Montaño, que fue un tiempo la mano derecha de Emiliano Zapata. Pero Echeverría, a pesar de su enorme poder, dejó la presidencia y con él sus secretarios de Estado, y luego todas las cosas cambiaron. La obra Calpuleque dejó de representarse y mi tío se convirtió en un burócrata más. Iba al trabajo porque qué le quedaba. Viejo, cansado, frustrado, de qué viviría si no fuera por ese plaza. Le cayó del cielo. En el rol del sistema en que vivimos quién le daría trabajo a un hombre decrépito. No le quedó más que aceptar y vivir del bendito hueso.
Fue un trabajo que interrumpió los largos días de su vida en que se levantaba a las 11 o 12 de la mañana, crudo, enfermo, escupiendo gargajos en una bacinica llena de orines demasiado amarillos. Despertaba en el purgatorio, no, mejor dicho, en un infierno lleno de brumas. En el infierno corporal carcomiéndolo, sí, secándolo por dentro. Un cenicero lleno de cigarrillos quemados hasta lo último y una enorme nata de humo flotando en toda la casa era el ambiente diario de sus briagas. Un departamento oscuro, frío, de techos altos en donde un hombre estaba tendido en un viejo sillón mal oliente soñando con el cielo terrestre. Pero pagaba con el infierno mañanero a cambio de paraísos nocturnos vividos en cantinas con los cuates, o en desveladas solitarias tarareando una canción, riendo solo, a carcajadas, como en un delirium tremens, escribiendo algunas líneas en papeles sueltos, haciendo sonar los vasos y las botellas con gran fiesta, la luz encendida, humo, mucho humo, como actuando para un público invisible producido por todos los fantasmas de sus fracasos y frustraciones. Por ese cielo pagaba con el infierno matutino y con largos días de recuperación, viajaba y viajaba en ese burbujeo alcohólico soñándose un triunfador. En ese paraíso acariciaba las botellas sentado en la vieja silla de madera, entre esas cuatro paredes mate pintadas de rojo y rosa, alumbrado con un foco de 60 wats de luz amarillenta.
Quizá él tan solo era ese borracho loco y chafeando que buscaba ansiosamente algo que no sabía qué era . O sí lo sabía, pero no podía alcanzarlo. Quería ser artista, compositor, escritor, actor de cine. Pero sólo era ese borracho que se sentía el hombre más poderoso del mundo, que no soportaba la menor crítica sin armar un pancho violento. Alcohólico que hoy se la cura y se vuelve a poner briago. Borracho que llora desconsoladamente a la menor oportunidad, que quiere ser acariciado, que se pone loco porque quiere que le admiren, que le teman, pero más que nada, secretamente, que lo amen sin chantajes.