El principio de la muerte. Salí de prisa, iba a reunirme con unos amigos, hablaríamos de poesía, pintura, de un guión de radio y de alguna propuesta secreta que el señor Audi me iba a plantear. Había esperado a que llegara el miércoles. Platiqué con Moisés y después me fui. Caminé por la calle pornográfica, Sur 69, y venía pensando en el gato que desde hace días yacía tirado al borde de la banqueta, estaba agusanado, no pude evitar pensar que algún día yo estaría así. Alcé la vista y vi del otro lado de la calle a mi mamá y a Frankie Stein caminando a toda prisa con rumbo a mi casa. Frankie era una amiga de mi madre, una señorita -te lo recalcaba- enorme y robusta, quizá de sesenta años. Me dieron ganas de no hablarles, a lo mejor ni iban conmigo, pero siempre sí les llamé, más por curiosidad que por otra cosa. En cuanto mi mamá me vio me dijo “ven, ven”. En su forma de llamarme noté un tono apresurado y nervioso. -Qué pasó-, le contesté, y la angustia debió reflejarse en mi cara porque me dijo -no te asustes, es que me hablaron de la casa de tu tío para decirme que no lo habían visto en todo el día. Dice la señora que ayer estaba muy malo y no le haya pasado algo-.
Estoy seguro que ambos pensamos en la muerte. Comencé a preguntar lo de rigor. Recordé que nuestro teléfono estaba descompuesto, y ese día fueron a repararlo. El cable tenía un falso contacto y no se oía casi nada, había que apretar duro para que la llamada entrara. La solución fue cambiar el cable, le pusieron uno negro. El teléfono era color crema, el contraste era fuerte. La primera llamada que entró anunció que algo le pasaba a mi tío. Para esto, cuando fui a comer a la casa de mi mamá el teléfono estuvo suene y suene. Contesté varias veces y cada vez que levantaba la bocina escuchaba ruido como de niños jugando. Alguien estaba ahí, podía sentirlo claramente, pero no contestaba. Después de unos segundos ese alguien colgaba el auricular y volvía marcar otra vez.
Fuimos de inmediato a Bucareli con el cerebro oscurecido por mil pensamientos. Subimos al cuarto de huéspedes y tocamos. Aquello fue patético, mi tío ya no pudo abrir. Tocamos la puerta con desesperación a la par que a él le pedíamos calma, que no se levantara. Fueron momentos largos y angustiantes. La tarde caía, tiré fuerte de la puerta y pude advertir un rayo de luz al otro lado que me dejó entrever un cuarto a oscuras. A la vez oía su voz con estertores. En el rayo flotaban partículas de polvo de esas de las que habla José Revueltas en El apando. Este era otro apando, pero en su propio cuerpo, estaba preso en él. Y este polvo mantenía un movimiento tenue mientras su vida se extinguía. Pude ver la silueta de mi tío a contraluz haciendo un esfuerzo supremo por dar un paso. Una figura encorvada, cansada, con los cabellos despeinados apuntando a todas las partes de aquel añejo y extraño cuarto.
Nunca abría las ventanillas. No tenía caso. Daban a un patio gris y desteñido al que sólo unas pequeñas macetas daban un soplo de vida. Lo demás era oscuro, viejo. Una escalera enmohecida y una sensación grande de frío. ¿Para qué abrir? Fumaba mucho y todos los olores estaban ahí concentrados, pegados a cada parte del yeso y los mosaicos. Un olor particular, a rancio. Ni luz ni aire. La hija de la dueña de la casa de huéspedes veía la televisión amenamente en su sala. La dueña me hablaba de la lata que mi tío le daba. Que era bien borracho, que un día, Dios no lo quiera, le fuera pasar algo. Que se había caído en la puerta y estuvo toda la noche desangrándose con una herida en la cabeza. Que el cuarto lo quería ya para su hijo. Y mientras, nosotros toque y toque en la panza de la ballena sin encontrar respuesta, sólo un estertor, una ronca contestación: “ahí voy”. Por fin logramos abrir, mejor dicho, abrió un hijo de la señora. Entramos, había un olor muy penetrante a enfermedad y suciedad. Una cama, dos televisiones, una de ellas descompuesta, un ropero antiguo casi en ruinas, dos mesitas y una silla en el piso. Había cientos de botellas de vino de todas las marcas y tamaños cubiertas por varios milímetros de polvo. La cama en completo desorden y en un rincón papel de baño, huevos y modelos nuevos de camisas viejas todavía en sus envolturas originales. Eran de cuando vendía ropa. Estaba todo junto con él adentro de la panza de esa ballena tenebrosa, era como un nuevo Jonás. Afuera, en la calle, en la Ciudad, todo parecía otro planeta, otra galaxia, otra existencia. El mundo seguía su marcha inexorable, unos iban, otros venían, cada uno en sus asuntos. La vida no se iba a detener por nadie. Él estaba acostado, respiraba trabajosamente y decía que el cigarro era lo que lo había chingado. Una fantasía más, no se daba cuenta de que su debacle era un todo generado desde hacía mucho tiempo, que él era el problema. Sin embargo, insistía en que no lo lleváramos al doctor, que no hiciéramos nada, que mañana estaría bien. No quería comer, sólo tomar agua. ¡Ay!, con qué claridad vi la verdad en esa frase de que cada quien es el arquitecto de su propio destino…y no, no me importa si suena a moralina barata, para mí es una verdad contundente: tu pasado será tu presente, tu presente será tu futuro. Todas esas cientos de botellas tristemente vacías y empolvadas que vi ahí, todas esa cajetillas amontonadas en un rincón le aportaron lo que toda adicción hereda a las personas: hacerlas pedazos, arruinarlas, nublarles el cerebro, oscurecer su corazón, cegarles la visión, entorpecerles el pensamiento, negarles el amor. Los vicios son un cáncer social que destroza individuos, familias y sociedades. No hay vuelta de hoja ni justificación, todo lo demás son puros cuentos. Ahora lo estaba atestiguando con toda claridad en un viaje infernal ante mis propios ojos. No fue maldición, no fue brujería, no fue destino, fueron decisiones tomadas sin conciencia, errores concretos en la conducción de su vida. Punto.