/ miércoles 13 de julio de 2022

El funeral de un hombre solo VIII

Vitral

Los jóvenes no saben que la experiencia es una derrota y que hay que perderlo todo para saber un poco.

La ironía. Albert Camus

Era un hombre grande que me parecía haber conocido desde joven y lo fundamental de su persona todavía lo habitaba, formas de moverse, inflexiones de voz, manera de ver. Podría haber sido un buen actor. Tenía llamado y ahí estaba. Ahora era el actor principal. Llegamos a la casa de los Machado, la familia de Jorge, mi compañero en la universidad, quienes amable y solidariamente accedieron a que filmáramos en su casa con todas las incomodidades que esto implica. Yo iba acompañado de dos componentes clave de mi familia: mi mamá -mi Jefecita, como todo mexicano que se precie de serlo la llama-, y mi tío.

Viejo, loco, borracho, a saber. Su final será un final digno, sollozante, admirable. Morirá espléndidamente; quiero decir: sufriendo. Le servirá de consuelo. Y, además, ¿adónde va a ir? Es viejo para siempre. Los hombres construyen su vejez por venir. A esa vejez, a la que asedian tantas cosas irremediables, quieren darle una ociosidad que los deja inermes. Quieren llegar a capataces para retirarse a una casita con jardín. Pero, ya entrados en edad, saben perfectamente que es mentira. Necesitan a los demás hombres para protegerse. Y éste precisaba que lo escucharan para creer en su propia vida.

La ironía. Albert Camus

Recordé los tiempos cuando delante de mis amigos de la infancia me avergonzaba de mi tío porque cuando estaba borracho me parecía un hombre ridículo haciendo payasadas, platicando sus aventuras de alcohol, y me daba cuenta de que a la gente no le importaba lo que les platicaba. Me lo decían sus miradas, sus rostros desatentos. En el fondo pensaban “pobre borrachín hablador”, y eso, en la idea fantasiosa que trataba de formarme de mi familia pues como que no iba, para mí era mejor que ninguno de mis amigos viniera a visitarme para que no se dieran cuenta de que, por su trabajo, nunca estaba mi papá en casa. En cambio, muchas veces, sí estaba mi tío. Me había armado una mentira para soportar todo esto, y uno cree que le puede endilgar como si nada sus mentiras a los demás. Quizá un tiempo peguen tus cuentos, pero más temprano que tarde la verdad sale a flote. Es terrible tener que cargar sobre los hombros una mentira sembrada por otros, aún antes de que nacieras. Ahora que lo veo muchos años después, empiezo a hallar respuestas a muchos vacíos y cuestionamientos.

No tardó en quedarse solo, pese a sus esfuerzos y mentiras para que el relato resultase más atractivo. Los jóvenes se fueron, sin miramientos. Otra vez solo. Nadie lo escucha; eso es lo terrible cuando se es viejo. Lo condenaban al silencio y a la soledad. Le dejaban claro que pronto se moriría. Y un anciano que va a morirse es inútil, e incluso resulta molesto e insidioso.

La ironía. Albert Camus

Retornaba a mi origen, necesitaba cuestionar y transformar nuestra relación, y el cortito que les proponía filmar a mi tío y al equipo era una posibilidad de reencontrarnos todos. Él se comportó como un actor amante de su profesión y aguantó hambre, retrasos, lluvia, carreras. Claro, siempre estuvo bien acompañado por su anforita con popote. Actuó muy bien en algunas escenas, hasta le aplaudimos, fueron intensas. Como la del viejo en la recámara cuando se le aparece súbitamente el joven -así llamado en el texto de Camus-. En fin, era el homenaje adecuado, construido esencialmente para él. ¡Corte!, y regresaba de la toma anterior, sacaba su botella, daba un buen sorbo de esos que hacen vibrar el cuerpo con sus sacudidas enérgicas, y volvía a la escena. Tenía práctica, sabía seguir el ritmo, actuar y comenzar exactamente en donde se quedaba. Le vi actuar y traté de estar muy cerca de él, captar su ambiente.

Como en toda filmación se estuvieron presentando problemas uno tras otro, sobre todo en cuestiones de producción. Sin embargo, hubo muy buenos momentos, por ejemplo, cuando para una escena en la que el viejo casi se suicida con una pistola, los Machado se trajeron a los vecinos, y luego vinieron primos, amigos, amigos de los amigos, y ahí estábamos todos, más el equipo de producción, más mi familia, trepados en las camas y amontonados en un rincón gozando de la producción cinematográfica en vivo. Solo faltaron las palomitas. Esto a pesar de la dureza de la escena: un hombre viejo a punto de suicidarse. Ya lo dijo Camus: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”.

Que todo esto no encaja? ¡Bonita verdad! Una mujer a la que abandonan para ir al cine, un anciano a quien nadie escucha ya, una muerte que no redime nada y, luego, del otro lado, toda la luz del mundo. ¿Qué más da, si lo damos todo por bueno? Se trata de tres destinos semejantes y, empero, diferentes. La muerte para todos, pero a cada cual su propia muerte. A fin de cuentas, pese a todo, el sol nos calienta los huesos.

La ironía. Albert Camus

Exacto, a fin de cuentas, tío, sé que la mía es tan sólo una versión de las cosas, la que pude captar desde mi perspectiva, que por muy amplia que fuera siempre sería limitada, haría falta enriquecerla con la versión de los otros, sólo así podemos tener una versión más o menos completa de los eventos que vivimos. Lo rico fue que a unos el sol les haya calentado los huesos, y que a otros, aún se los siga calentando. Bendito sol.

Ese texto de Albert Camus lo elegí porque desde el principio me pareció como un espejo en donde, aunque la situación no fuera exactamente la misma, podía contemplar con una mezcla de amargura, tristeza, y nostalgia existencial, las duras contradicciones del hecho de vivir. Y atestiguar también el contraste entre la juventud y la vejez, la vida y la muerte, la alegría y la depresión, la salud y la enfermedad. En ese relato pude ver cuánta razón tenía Paul Ricoeur cuando señaló en su célebre texto La vida: un relato en busca de narrador que: “En este sentido, la comprensión de nosotros mismos presenta los mismos rasgos de tradicionalidad que la comprensión de una obra literaria. Por ello aprendemos a convertirnos en el narrador de nuestra propia historia sin que nos convirtamos por entero en el actor de nuestra vida.


Los jóvenes no saben que la experiencia es una derrota y que hay que perderlo todo para saber un poco.

La ironía. Albert Camus

Era un hombre grande que me parecía haber conocido desde joven y lo fundamental de su persona todavía lo habitaba, formas de moverse, inflexiones de voz, manera de ver. Podría haber sido un buen actor. Tenía llamado y ahí estaba. Ahora era el actor principal. Llegamos a la casa de los Machado, la familia de Jorge, mi compañero en la universidad, quienes amable y solidariamente accedieron a que filmáramos en su casa con todas las incomodidades que esto implica. Yo iba acompañado de dos componentes clave de mi familia: mi mamá -mi Jefecita, como todo mexicano que se precie de serlo la llama-, y mi tío.

Viejo, loco, borracho, a saber. Su final será un final digno, sollozante, admirable. Morirá espléndidamente; quiero decir: sufriendo. Le servirá de consuelo. Y, además, ¿adónde va a ir? Es viejo para siempre. Los hombres construyen su vejez por venir. A esa vejez, a la que asedian tantas cosas irremediables, quieren darle una ociosidad que los deja inermes. Quieren llegar a capataces para retirarse a una casita con jardín. Pero, ya entrados en edad, saben perfectamente que es mentira. Necesitan a los demás hombres para protegerse. Y éste precisaba que lo escucharan para creer en su propia vida.

La ironía. Albert Camus

Recordé los tiempos cuando delante de mis amigos de la infancia me avergonzaba de mi tío porque cuando estaba borracho me parecía un hombre ridículo haciendo payasadas, platicando sus aventuras de alcohol, y me daba cuenta de que a la gente no le importaba lo que les platicaba. Me lo decían sus miradas, sus rostros desatentos. En el fondo pensaban “pobre borrachín hablador”, y eso, en la idea fantasiosa que trataba de formarme de mi familia pues como que no iba, para mí era mejor que ninguno de mis amigos viniera a visitarme para que no se dieran cuenta de que, por su trabajo, nunca estaba mi papá en casa. En cambio, muchas veces, sí estaba mi tío. Me había armado una mentira para soportar todo esto, y uno cree que le puede endilgar como si nada sus mentiras a los demás. Quizá un tiempo peguen tus cuentos, pero más temprano que tarde la verdad sale a flote. Es terrible tener que cargar sobre los hombros una mentira sembrada por otros, aún antes de que nacieras. Ahora que lo veo muchos años después, empiezo a hallar respuestas a muchos vacíos y cuestionamientos.

No tardó en quedarse solo, pese a sus esfuerzos y mentiras para que el relato resultase más atractivo. Los jóvenes se fueron, sin miramientos. Otra vez solo. Nadie lo escucha; eso es lo terrible cuando se es viejo. Lo condenaban al silencio y a la soledad. Le dejaban claro que pronto se moriría. Y un anciano que va a morirse es inútil, e incluso resulta molesto e insidioso.

La ironía. Albert Camus

Retornaba a mi origen, necesitaba cuestionar y transformar nuestra relación, y el cortito que les proponía filmar a mi tío y al equipo era una posibilidad de reencontrarnos todos. Él se comportó como un actor amante de su profesión y aguantó hambre, retrasos, lluvia, carreras. Claro, siempre estuvo bien acompañado por su anforita con popote. Actuó muy bien en algunas escenas, hasta le aplaudimos, fueron intensas. Como la del viejo en la recámara cuando se le aparece súbitamente el joven -así llamado en el texto de Camus-. En fin, era el homenaje adecuado, construido esencialmente para él. ¡Corte!, y regresaba de la toma anterior, sacaba su botella, daba un buen sorbo de esos que hacen vibrar el cuerpo con sus sacudidas enérgicas, y volvía a la escena. Tenía práctica, sabía seguir el ritmo, actuar y comenzar exactamente en donde se quedaba. Le vi actuar y traté de estar muy cerca de él, captar su ambiente.

Como en toda filmación se estuvieron presentando problemas uno tras otro, sobre todo en cuestiones de producción. Sin embargo, hubo muy buenos momentos, por ejemplo, cuando para una escena en la que el viejo casi se suicida con una pistola, los Machado se trajeron a los vecinos, y luego vinieron primos, amigos, amigos de los amigos, y ahí estábamos todos, más el equipo de producción, más mi familia, trepados en las camas y amontonados en un rincón gozando de la producción cinematográfica en vivo. Solo faltaron las palomitas. Esto a pesar de la dureza de la escena: un hombre viejo a punto de suicidarse. Ya lo dijo Camus: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”.

Que todo esto no encaja? ¡Bonita verdad! Una mujer a la que abandonan para ir al cine, un anciano a quien nadie escucha ya, una muerte que no redime nada y, luego, del otro lado, toda la luz del mundo. ¿Qué más da, si lo damos todo por bueno? Se trata de tres destinos semejantes y, empero, diferentes. La muerte para todos, pero a cada cual su propia muerte. A fin de cuentas, pese a todo, el sol nos calienta los huesos.

La ironía. Albert Camus

Exacto, a fin de cuentas, tío, sé que la mía es tan sólo una versión de las cosas, la que pude captar desde mi perspectiva, que por muy amplia que fuera siempre sería limitada, haría falta enriquecerla con la versión de los otros, sólo así podemos tener una versión más o menos completa de los eventos que vivimos. Lo rico fue que a unos el sol les haya calentado los huesos, y que a otros, aún se los siga calentando. Bendito sol.

Ese texto de Albert Camus lo elegí porque desde el principio me pareció como un espejo en donde, aunque la situación no fuera exactamente la misma, podía contemplar con una mezcla de amargura, tristeza, y nostalgia existencial, las duras contradicciones del hecho de vivir. Y atestiguar también el contraste entre la juventud y la vejez, la vida y la muerte, la alegría y la depresión, la salud y la enfermedad. En ese relato pude ver cuánta razón tenía Paul Ricoeur cuando señaló en su célebre texto La vida: un relato en busca de narrador que: “En este sentido, la comprensión de nosotros mismos presenta los mismos rasgos de tradicionalidad que la comprensión de una obra literaria. Por ello aprendemos a convertirnos en el narrador de nuestra propia historia sin que nos convirtamos por entero en el actor de nuestra vida.


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