El funeral de un hombre solo XI

Vitral

Alfonso Franco Tiscareño | Colaborador Diario de Querétaro

  · miércoles 3 de agosto de 2022

Foto: Cortesía | @mediateca.inah

Aunque como quiera que sea cuando lo internaron nos sentimos más tranquilos ya que se suponía sería atendido por gente especializada, además ¿no había pagado su cuota al sindicato durante tantos años? Nos vino una especie de solaz, de sosiego. Una vez que estuviera un poco repuesto mi mamá lo invitaría a pasar una temporada en la casa para que se recuperara totalmente. Lo internaron un jueves, pensamos en hacerle una visita loca el sábado y así fue. Era quincena y rumbo al hospital me deleitaba leyendo a Jack Kerouac.

Pasamos por mi madre y nos fuimos. Ella había ido un día antes a lo de los trámites de hospitalización, y fue quien nos guió. No podían entrar niños, así que nos fuimos turnando para quedarnos con mi hijo. Primero subió mi jefa. Recorrió largos, solitarios y oscuros pasillos que parecían sotaneros. De vez en cuando aparecía algún afanador o camillero como un fantasma vestido de azul, para luego desaparecer tras alguna puerta que daba a quién sabe dónde.

Foto: Cortesía | @mediateca.inah

El segundo piso estaba atestado de familiares de los trabajadores. Amigos, compañeros, gente común vestida corrientemente, sentadas al pie de las escaleras. Dos empleados revisaban en forma tediosa los pases de visita. La gente sentada esperaba con una paciencia que intrigaba. El lugar estaba oscuro, eran las cuatro de la tarde, y sin embargo se veía lúgubre. El ambiente hospitalario cooperaba a ello, el mosaico frío, demasiado frío, estaba lleno de polvo, colillas de cigarro, chicles pegados al piso, boletos de camión y otras tonterías. La jefa se tardó porque anduvo persiguiendo primero a las enfermeras para que le dieran una frazada para mi tío –cosa que no hicieron–, y luego a los doctores, para que le explicaran la enfermedad que padecía. Él, genio y figura, pidió un cigarrillo, una copa y que le desatarán las manos ya que los médicos habían ordenado que se las amarraran porque no quería que le metieran ninguna de sus extrañas sustancias químicas, esas a las que ampulosamente llaman medicinas y que según ellos recetan con el apoyo de su ciencia. Me imagino la batalla de mi tío, solo contra el monstruo empeñado en que posee la verdad. A veces me pregunto cuál es la diferencia entre la medicina y la magia o la religión.

Foto: Cortesía | @mediateca.inah

Bajó mi mamá y subí yo. Iba atento para encontrar el número que señalaba el cuarto y la cama. No lo encontraba y pregunté a una enfermera mal encarada, quizá cansada. –Está enfrente de usted–, me contestó. Entré a la habitación, frente a la cama en que estaba mi tío un hombre se quejaba mucho. –Ese ya se va a morir, tiene pulmonía y está vomitando mucha sangre, me dijo. No se daba cuenta de que él mismo tenía un aspecto que nunca le había visto, como más viejo. Aunque el baño y la rasurada le hicieran verse rejuvenecido dentro de esa extraña y nueva vejez. Los labios los tenía sumidos debido a que le quitaron o había perdido los dientes que se había hecho con hueso, eran la quintaesencia urbana de los secretos del libro de San Alberto Magno, ese que un día me regalaría cuando fuera grande. La piel de su cara estaba brillante, incluso me pareció verle color. No se acordaba de que fue el “pinche cigarro” el que lo había postrado. Me pedía desesperadamente uno, y además hablaba de la posibilidad de que le pasara una copa de contrabando. Le conseguí una cobija y le di agua, pero insistía en el cigarrillo. Le advertí que podría hacerle mucho daño, pero él estaba seguro de que no sería así. Es más, a pesar de estar ahí encamado tenía la absoluta seguridad de que en 2 o 3 días estaría otra vez en la calle caminando con su bastón y su portafolio. Traté de hacerle la plática, tenía la desesperada emoción de toda mi vida arremolinada ahí, al pie de esa modesta cama en un hospital para los trabajadores del estado. Quise decir todo lo callado, confesar el amor, la humanidad que poseemos y que no expresamos, ser amables, compasivos, comprensivos, directos, sinceros. No pude. Tenía entre mis manos el libro de En el camino, de Kerouac, y le conté que estaba bien enriquecedor, que trataba de los Estados Unidos a finales de los 40, justo cuando él había andado por allá de brasero. Recordó sus triunfos en el gabacho como el mejor trabajador en la pizca y tendiendo vías de ferrocarril, también recordó con tristeza que su madre murió en Zacatecas mientras él andaba por allá. Me habló de su caballo llamado Lucero, de su perro el Lobo, trató de bromear, pero casi no podía hablar, balbuceaba, y entre sus murmullos me pareció escuchar una voz antigua contándome aventuras de un tiempo perdido para siempre. Estaba en ese viaje cuando apareció un médico. –¿Cómo estamos?–, dijo en plural, me imagino que para no personalizar. Mi tío apenas contestó, algo pedía, pero el galeno preguntaba cosas para las que no esperaba respuestas ni le interesaban. –Cómase su comida–, dijo el doc. “Oríllese a la orilla”, súbase pa’rriba, bájese pa’bajo. No tuvo la atención de presentarse y explicar, siquiera brevemente, qué era lo que pasaba, cuál era el diagnóstico, qué esperar. Era un burócrata gélido vestido de blanco, creyéndose el depositario de la salud. Mil, dos mil, tres mil historias clínicas mínimas perdidas entre los archivos de otros burócratas. Se fue. Otra vez nos quedamos solos. Unas cortinillas nos separaban del señor de enfrente. Le buscaba desesperadamente la mirada a mi tío, y cuando se la encontré la miré opaca y me observaba como desde muy lejos, como desamparado, como un niño de la huasteca hidalguense. Era un niño viejo, su cuerpo estaba engarruñado, tenía la posición de un feto. Quise darle la mano y decirle todo lo que estaba pensando, pero me dije que no tenía sentido y menos en aquellas condiciones. Ni le di la mano ni le dije nada, y nunca más volví a verlo vivo. En ese momento traté de darle ánimos, pero me sentía guango. Me fui. Me sentía raro, no sabía qué más podía hacer ahí. El tiempo se hizo largo y pesado, partí antes de que aquel momento, que pudiera ser el último, resultará desagradable. Después de mí subió mi esposa. Ella lo encontró bastante repuesto, hasta con color. Pensamos que de esta ya había salido y hasta nos fuimos al cine. Compramos una botella de vino en el camino, y nos bebimos la mitad viendo la película Comedia sexual en una noche de verano, de Woody Allen.

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