En nosotros corría la sangre, y en él se iba a enfriar, pero no lo sabíamos. Nunca sabemos lo que tratamos de olvidar. Quién sabe si él pensaría en la muerte, quién sabe. La última vez que lo vimos estaba optimista y bromeaba. El domingo nadie fue a visitarlo, y el lunes le avisaron a mi familia que ya había muerto, ahí, en el hospital, solo, quién sabe cómo. Ya estaba del otro lado, no habría más muecas ni un brindis para él. Murió como vivió: solo, con esa ¡ay! pinche soledad de tan triste sabor. Todo está hecho para que no confesemos nuestra verdad más propia y sentida, para que nos enmohezcamos, para que la paranoia y los psicosomático nos persiga, nos enferme y envejezcamos antes de tiempo, como mi tío que a sus 69 años parecía mucho más viejo, como de ochenta y tantos. Sí, ya sé, fue por la vida de vicioso que llevó, pero sospecho que fue por algo más, esa tristeza profunda, esa herida en el alma. Nadie es vicioso nada más porque sí, de la nada, por el puro gusto. El adicto carga una losa en su alma, lo confiese o no, se dé cuenta o no, y saberlo nos identificaba. ¿Cuáles serían las heridas que cargaba? ¿En dónde se originaron?
Y aquí estaba la muerte como sombra o fantasma corriendo de un lado a otro de la habitación tocando música fúnebre de contrabando, y uno ahí en ese cuarto medio a oscuras, repasando la vida en un segundo. Imágenes imborrables generadas en antiguas pláticas grabadas en los cielos Akáshicos. Te caíste en un pozo siendo un niño de cuatro años y contaste que la mismísima Virgen te había sacado de ahí. El caso es que nadie se explicaba cómo habías logrado salir de es agujero profundo todo enlodado, pero sin un rasguño. También practicaste los ejercicios del sistema de Charles Atlas para tener un cuerpo atlético. Cuentan que eras un búfalo, con un color precioso en la cara y en la piel, que tomabas sangre de toro recién extraída del animal. Fuiste comerciante en pequeño, también actor, que tocabas el tololoche como pocos, que bailabas con él, y a la vez te convertiste en un hombre simple y oscuro en este melancólico planeta con corazón rojo marciano.
Ahora todo esto late al ritmo de mis dedos que teclean tu nombre: tío, sí, porque para mí ese era tu nombre, sustituto y complemento de la imagen paterna. Hasta aquí tu vida corrió en el viento, lo mismo en Zacatecas que en la Ciudad de México, lo mismo en tus tiempos que en los míos. Éramos parte de la misma verdad, aunque hoy mi adolorida cabeza no dé para más. Al morir, quizá lo mejor sería descansar al pie de un árbol, con el silencio y frío de la noche recorriendo la tierra. En fin, para qué pensar más, el hecho era ese, estabas muerto y las notas más bajas de un chelo, más esta atmósfera citadina, era lo que me rodeaba. En mi cabeza sonaba la Marcha Fúnebre de Chopin. Sus notas me parecían de una belleza excelsa, a la vez que me infundían temor.
Caminé a la casa sin entender cómo es que iba pisando la tierra, cómo era que estaba vivo y tú muerto. Qué ganaba con apresurarme si ya habías partido. Mientras esperaba el trole para ir al hospital veía pasar interminables a los automóviles sin detenerse nunca, y luego, ya en la sala de espera, estaba parado en medio de esa habitación con un laberinto en mis pensamientos. Sin embargo, me mantenía sereno. Cuál sería la historia de aquí en adelante, otra, otra sin duda, simplemente él no volvería a ocupar su silla de burócrata ni saldrían de su máquina de escribir obras de teatro que nadie leería. Muy pocos lo recordarían, y así sería hasta que se borrará del tiempo totalmente.
En el hospital encontré a mi hermano sentado en las escaleras. A mí me avisó don Pepe que mi tío ya había muerto. No había equivocación, me lo dijo cuando llegué a comer a la casa de mis padres. El Don tiene un negocio en el número 37 de la calle Río. Don “mi buey”, como a veces le decíamos, utilizó la técnica clásica. Primero dijo que mi tío estaba muy enfermo en el hospital, y luego me dijo que había fallecido. Buscó mi reacción. No comentamos absolutamente nada, me quedé tranquilo a pesar de que aspiraba aire con mucha fuerza. Atravesé el patio y entré a casa. A pesar de que nunca nos hablábamos pensé en que las vecinitas me buscarían para verme y darme el pésame, su solidaridad, pero no, no fue así. No había nadie en casa, sólo una nota escrita por mi chava que me pedía me fuera al hospital.
Ahí llegó mi mamá con dos compañeros de mi tío que la habían acompañado a arreglar los trámites del sepelio. Fuimos a identificar el cadáver. Él estaba delgadísimo, envuelto en una sábana percudida que quién sabe cuántas veces más habrá sido utilizada. Tirado en esa camilla de acero inoxidable me pareció observar a un monje laico sin capucha. Luego lo maquillarían para su última actuación. Estaba ahí rígido, simple, brutal, inanimado, no habría más palabras entre nosotros, ya no era ni broma ni esperanza, sólo silencio, pálido reflejo de lo que fueron unos ojos vivaces. Después de todas las mentiras dichas y vividas, ahora habría una última en el acta de defunción: que murió de cirrosis hepática y diabetes mellitus complicada con neumonía. Nunca supe que tuviera diabetes, pero total, el hoyo sería tapado y nunca nadie averiguaría más. Al fin los muertos se pudren y hierven entre los gusanos y el olvido.
Ya en la noche en el velatorio estaba Chavarría que no se había despegado ni un minuto de mi mamá y mi hermano. Llegué acompañado de Ariel, Angélica y Zeferino a quienes pedí un aventón para poder llegar más rápido. No querían ir, pero les animó -si es que así se puede decir-, un compromiso forzado, ya que era gacho no acceder a la petición, sobre todo ante un caso así. Subimos al auto y enfilamos a los velatorios. En el camino Ariel y Angélica discutían de no sé qué problemas con unos cheques. Ninguno parecía darse cuenta de que con ellos iba un amigo al que la muerte de su tío lo estaba mal viajando. Sólo Zeferino guardaba un silencio respetuoso y solidario, de pronto me puso la mano en el hombro, nos miramos y me sonrió tristemente. Nunca podré olvidar el calor de su mano, era de una tibieza que me colmó en medio de aquella noche fría y oscura.